Rodrigo Muñoz Avia. Psiquiatras, psicólogos y otros enfermos.

agosto 23, 2012

Punto de lectura, 2008. 218 páginas.

Rodrigo Muñoz Avia, Psiquiatras, psicólogos y otros enfermos
Salud mental

Un libro resistente al agua me trae dos ideas a la cabeza. Enfermos aficionados a la lectura que se llevan el libro hasta a la ducha (como el amigo de Bolaño) o tostarse en la playa o piscina entreteniéndose con algo para leer. Para los primeros todavía no he visto ninguna colección de clásicos, pero para los segundos ya han publicado ejemplares capaces de resistir un chapuzón. Éste es uno de ellos.

Rodrigo Montalvo es un hombre razonablemente feliz. Tiene algún problema con las palabras, pero nada grave. Pero los cuñados son unas armas terribles de destrucción masiva y si son psicólogos, todavía más. Así que Rodrigo entrará en una espiral de profesionales cada vez más desquiciados que, de paso, lo desquiciarán a él.

La caricatura es una forma de crítica eficaz, y aunque no estoy de acuerdo con la tesis de que la ayuda psicológica te estropea más que te arregla, sí que refleja bien la abundancia de cantamañanas en esta profesión. Es un libro divertido, con escenas que te arrancan una carcajada y que cumple perfectamente su cometido: ser una excelente lectura de verano para disfrutar al lado de la playa.

Totalmente indicado para regalar a psiquiatras o psicólogos y estudiar sus reacciones.

Calificación: Bueno y Muy bueno.

Un día, un libro (356/365)


Extracto:[-]

La doctora Montesa se estaba haciendo la experta, eso está claro. No tenía ganas de discutir, así que le conté lo de mi episodio con la chaqueta de Ernesto delante del armario, y la extraña sensación que me dominó después, previa al lamentable ataque de parafasia que me dio con Pati. Ante su insistencia comencé a tutearla, qué remedio. Ella me dijo que todo era comprensible, y que no debía preocuparme, que era algo normal, y que, si no me importaba, quería que le contara algunas cosas y le respondiera a algunas preguntas.
Entonces miró un momento por la ventana a los albañiles que estaban trabajando en el andamio del patio. Como no decía nada, yo también miré por la ventana. Los albañiles estaban pintando algunos círculos blancos en ciertos lugares de la fachada, no sé muy bien para qué, pero la verdad es que resultaba bastante divertido verles.

—Habíame de tu infancia, Rodrigo.

-¿Qué?

—Quiero que me mires a mí y cuentes algo de cuando eras niño, cómo eras, qué cosas te gustaba hacer, lo que sea.

—¿Lo que sea?

—Sí.

—Pero… para qué, no sé, me gustaría que investigaras en mi parafasia, pero gastar el tiempo en hablar de la infancia, no sé, a mí no me preocupa si la sesión queda un poco más corta de lo normal.
La doctora no dijo nada. Me miraba fijamente, dulcemente, con una leve sonrisa, como dejando que cualquier
posible respuesta a mi comentario saliera de mí mismo. Ésta es una de las cosas que deben enseñar a todos los psiquiatras y psicólogos, lo de mirar al paciente sin decir nada, lo de dejarte en evidencia en cuanto pueden, lo de pretender que su papel sea lo más limitado posible y todos los aprendizajes los haga el paciente por sí mismo. En fin. A mí me parece un recurso muy cómodo para aquellas situaciones en que no sabes qué decir o no tienes ganas de trabajar. La verdad es que la doctora Montesa empezaba a parecerme algo enigmática, y eso, para una persona como yo, es bastante grave. Tengo la teoría de que las personas enigmáticas sólo pueden serlo por dos motivos: o porque son tontas, o porque no saben nada de sí mismas. Es decir, o porque no tienen nada que enseñar, o porque si lo tienen no saben cómo descubrirlo.
Pero de repente la doctora Montesa consiguió sorprenderme. Se puso de pie y salió de la habitación sin decir nada. Al cabo de un par de minutos trajo una bandeja con una infusión, dos tazas y unas pastas macrobióticas. Dejó la bandeja encima de la mesa y volvió a irse. La infusión me enviaba seductores aromas a hierbabuena, aunque un poco empalagosos. Entonces llegó del pasillo una especie de música árabe y por un momento temí que la doctora fuera a hacerme la danza de los siete velos, o en su caso, de los siete fulares. Pero no fue así. Vino con un taburete y dejó la puerta abierta para que pudiéramos oír la música. Colocó el taburete a mi lado y puso la bandeja de la infusión sobre él. Muy sonriente, casi coqueta, diría yo, me dijo:

—¿Te importa que me siente a tu lado?

—No, no, tiénsate, claro —dije, sin salir de mi asombro.

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