Robert Reed. Médula.

julio 12, 2016

Robert Reed, Médula
La factoría de ideas, 2007. 350 páginas.
Tit. Or. Marrow. Trad. Marta García Martínez.

Planteamiento de ópera espacial con grandes ideas (una astronave desconocida del tamaño de Júpiter colonizada por humanos, pasajeros alienígenas, misteriosos constructores y secretos dentro de secretos). El desarrollo sigue las líneas de un thriller sin demasiadas sorpresas. A veces resulta difícil de creer que personas que viven miles de años y comparten universo con inteligencias artificiales se comporten de manera tan estúpida. El final queda abierto a continuaciones.

Entretenido.

Hubo una mujer, un alma extraña llamada Wune, que subió al casco y se quedó allí. No solo aceptó sus obligaciones, las abrazó. Declaró que estaba viviendo una vida moral y pura, repleta de contemplación y un trabajo esencial. Con los talentos manipuladores de un profeta, encontró conversos a su fe recién nacida, conversos que se convirtieron en una población de filósofos, pequeña y unida, que se negó a abandonar el casco.
El término «remora» comenzó como un insulto utilizado por los capitanes. Pero la inesperada cultura robó el insulto y se convirtió en un nombre que ostentaban con orgullo.
Un remora jamás abandonaba su traje salvavidas. Desde su concepción hasta su muerte final, era un mundo en sí mismo; unos elaborados sistemas de reciclaje le proporcionaban agua, comida y oxígeno fresco; su traje pertenecía a su cuerpo y su dura genética se veía maltratada de forma constante por un flujo interminable de radiaciones. Las mutaciones eran comunes en el casco, y se conservaban con cariño. Es más, un verdadero remora aprendía a dirigir sus mutaciones y desarrollaba a toda prisa nuevos tipos de ojos, órganos novedosos y bocas de todo tipo con formas de pesadilla.
Wune murió pronto, y murió como una heroína.
Pero la profeta dejó a su paso miles de creyentes. Inventaron formas de hacer niños, y con el tiempo su número alcanzó los millones y crearon sus propias ciudades, sus formas de arte y sus pasiones, y también, supuso Miocene, sus propios y extraños sueños. En algunos sentidos tenía que admirar su cultura, aunque no a los creyentes. Pero mientras contemplaba a Orleans pilotando el rayador, se preguntó (y no por vez primera) si este pueblo no era demasiado obstinado para el bien de la nave, y cómo podría amansarlos con un mínimo de fuerza y controversia.
Eso era lo que estaba pensando Miocene cuando llegó el mensaje codificado.
Todavía estaban a mil kilómetros de Puerto Erinidi y el mensaje tenía que ser un ejercicio. Nivel negro, ¿protocolos Alfa? ¡Por supuesto que era un ejercicio!
Y sin embargo, ella siguió los antiguos protocolos. Sin decir ni una sola palabra dejó a Orleans, caminó hasta la parte posterior de la cabina y cerró la puerta del lavabo, examinó las paredes y el techo, el suelo y las instalaciones, y se aseguró de que no hubiera presente siquiera una molécula oreja.
A través de un nexo de comunicación enterrado en su cerebro, Miocene descargó el breve mensaje y lo tradujo mentalmente. Su rostro no mostró ninguna emoción. No permitiría que se filtrara ninguna. Pero sus manos, muchísimo más honestas, se debatían en su largo regazo, dos oponentes igualados hasta extremos perfectos, incapaces de ganar aquella competición.

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