Rafael Reig. Manual de literatura para caníbales.

noviembre 18, 2011

Debate, 2006. 314 páginas.
Rafael Reig, Manual de literatura para caníbales
Con retraso

Tenía ganas de leer este libro y la generosidad de una amiga me lo permitió. Había leído buenas críticas y disfrutado mucho con Sangre a borbotones. Además, soy seguidor de su bitácora: Rafael Reig, una de las pocas de un escritor de fama que no es un escaparate publicitario, y además a veces dice lo mismo que yo (aunque mejor).

El libro trata de la saga de los Belinchón, escritores de casta que siempre van un paso por detrás de las tendencias literarias. A la vez que nos reímos con su mal ojo obtenemos también un resumen divulgativo del panorama histórico de la literatura canibal entre 1808 y 2008.

El autor aprovecha para saldar cuentas con escritores clásicos y no tanto, me sorprendió mucho el vapuleo a Cela -y no porque no lo merezca, sino porque nunca lo había visto escrito con tanta vehemencia. En los capítulos finales aparecen un sin fin de nombres de escritores actuales que Reig aprovecha para encuadrar de una manera general (y supongo que también para hacer amigos).

No estoy de acuerdo con muchas de las cosas que aquí se dicen, pero creo que la mejor manera de enseñar literatura es mediante libros como éste, que se toman con humor lo que parece consagrado y que, como decían los clásicos, enseñan deleitando. Cuando mis hijos tengan que estudiar estos temas en el instituto, este libro les estará esperando.

Mejores reseñas aquí: Rafael Reig: Manual de literatura para caníbales y aquí: Manual de literatura para caníbales, de Rafael Reig

Calificación: Muy bueno.

Un día, un libro (79/365)

Extracto:
La corporación
A la puerta de la Residencia le esperaba un taxímetro con el motor encendido. El vehículo atravesó Madrid a gran velocidad y se detuvo en el hotel Palace.
Pepe Ortega descendió, miró a ambos lados para asegurarse de que nadie le seguía y entró en el hotel.
Llamó a la puerta de la suite presidencial.
—Dígame.
—Todas las tortillas de patata son redondas —aseguró Ortega.
—Adelante.
Era la clave convenida.
A la mesa había cinco hombres de mediana edad, aspecto discreto y mandíbulas implacables. Pepe les llamaba «la Corporación» y los había identificado con números, ya que nunca le habían dicho sus nombres.
Sabía que entre los cinco controlaban más de la mitad del capital financiero nacional.
—Caballeros, la cosa marcha —dijo Ortega con entusiasmo.
Ninguno respondió y Ortega comenzó a perder el aplomo que tanto le había costado reunir. Él era el gallo del gallinero. A los poetas los tenía en un puño. Esas cien señoras que formaban «la vida cultural» madrileña comían en su mano. Los periodistas temblaban como gelatina en su presencia. Sus queridas marquesas, esas mujeres fáciles en una edad difícil, se le abrían de piernas o se la chupaban a la más mínima indicación, en cuanto les hablaba de la «orificada tortilla». Madrid era suyo, sin embargo…
Esos cinco hombres siempre le intimidaban. Ahora, de pronto, se sentía un payaso con sus zapatos de dos colores, su pajarita, su canotier y el ridículo bastón.
Aquellos tipos ni siquiera eran elegantes. ¿Para qué? Ellos tenían el poder real.
Iban vestidos con trajes anodinos. No se entusiasmaban con nada. Jamás daban muestras de impaciencia. Ni sonreían ni se disgustaban.
¿Arte deshumanizado? Bueno, pues ahí tenía Ortega la deshumanización y, la verdad, así, vista de cerca, le daba escalofríos.
Pepe Ortega tragó saliva y repitió con un hilo de voz:
—Sí, en efecto, la cosa marcha. Muy pronto verán resultados.
—Mire, señor —dijo Número 2 con tono de resignada paciencia—, no se preocupe por eso.
—El ROÍ es cosa nuestra, Ortega, no tenemos prisa —añadió Número 3, y luego, ante el gesto de perplejidad del filósofo, aclaró—: Return ofthe Investment.
—El retorno de la inversión está calculado a medio o largo plazo, ya se lo hemos dicho —remachó Número 5.
Ortega asintió. Número 2 volvió a tornar la palabra:
—Number one: consiga una generación literaria. Arrégleselas como quiera, no nos concierne. Y no repare en gastos. Le hemos montado una Residencia a la inglesa, una Revista de Occidente, una editorial, en fin… lo que haga falta. Y number two: consiga un arte impopular…
—Un arte antipopular, más bien —puntualizó Número 5.
—Correcto. Un arte que divida al público en dos grupos: una minoría que «lo entiende» y una mayoría que «no lo entiende».
—Es como el cubismo, Ortega, ya sabe, esos monigotes que pintan en París. ¿Ha oído hablar de ello?
¿Cómo podían tratarle así a él, al primer filósofo de España, al seductor de aristócratas, al hombre que había leído a Kant y a Hegel en su intraducibie alemán?
Ortega sintió que la rabia le hinchaba las venas de la frente. Sabía que se le estaban poniendo las orejas rojas como pimientos. La Corporación lo notaría y él no podía hacer nada por impedirlo. Cuanto más pensaba en ello, más se le enrojecían, lo sabía.
—Por supuesto —respondió ofendido—. Conozco muy bien la pintura de Picasso…
—Le felicito, Ortega —le interrumpió Número 5.
—La pintura es más rentable —comentó Número 3.
—Hay que tener paciencia, esta es una inyersión a largo plazo —observó Número 2—. Cuando pase lo que tiene que pasar.


Registrado, se le encontró en los bolsillos el tenedor y la cuchara, reveladores de su procedencia del Penal, unos papeles impresos y una carta con un retrato.
El retrato, manchado de sangre y barro, era de una mujer joven que sostenía en sus brazos una niña delgadita y de mirada triste.
La carta estaba firmada por «Goyita», y en ella aquella pobre mujer consolaba y daba esperanzas al desgraciado, hablándole de su pronta liberación, «ya que nunca has hecho nada».
Al final, algo más emocionante crispó mis nervios: después de la firma de aquella, una mano infantil había trazado torpemente:
«Papito mucos vesos y abrazos de tu nenita».

Como dejó dicho Alejo Carpentier: «En España hacía falta mucho más valor para soportar momentos de enternecimiento que para vivir momentos de peligro».

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