Rafael Borràs Betriu. La guerra de los planetas.

noviembre 23, 2017

Rafael Borràs Betriu, La guerra de los planetas
Ediciones B, 2005. 880 páginas.

Siempre he dicho que la figura que se acerca más a un lector no es la del escritor, sino la del editor. Que no es más que un lector privilegiado. Por eso tenía ganas de leer las memorias de Rafael Borràs, uno de los editores más importantes de este país.

No sé por qué tenía el prejuicio de que el autor estaba escorado hacia la derecha, cuando es todo lo contrario. Otra muestra más de mi ignorancia infinita. Y es precisamente el apartado político el que se lleva la parte del león en estas memorias porque el literario… está un poco ausente.

Las cosas como son, la editorial Planeta y el premio asociado están más relacionados con estrategias de marketing que con la calidad literaria. Yo, personalmente, no leo casi nunca los libros premiados; para mi son como un certificado inverso. Quedará más claro con un ejemplo: cuando leí las memorias de Barral se incluían algunas fotos. Se me caía la baba viendo a la mayoría de mis héroes literarios. Aquí también se incluyen muchas fotos; no conozco a casi nadie y los que conozco no me interesan.

Pero el libro está repleto de anécdotas interesantes y de historias que explican cómo se produjo la transición en España, historias de la trastienda de una gran editorial, vivencias de algunos escritores y explicaciones de las colecciones que fundó el autor. Además de, claro, algunos apuntes sobre los ganadores del premio Planeta en los años que fue jurado. Tarea desagradable, porque los que pierden creen que el jurado ha sido injusto y los que ganan que lo han hecho por méritos propios:

Me vi incluido sin pedirlo ni apetecerlo, pues nunca he entendido el deseo, en ocasiones patético, de figurar en tribunales de ese tipo; todos cuantos concursan están convencidos, si no de que ganarán el premio, sí de que su obra merece ganar, pues de lo contrario no se presentarían, y no admiten, aun cuando digan lo contrario —y salvo las consabidas excepciones—, que otro libro pueda reunir mayores méritos que el suyo. Todos cuantos concursan, excepto el ganador, se creen, así, literalmente estafados, víctimas de una injusticia; también salvo excepciones, quien gana no acostumbra a agradecérselo a los miembros del jurado, pues considera que no han hecho sino reconocer una cosa evidente de toda evidencia. En fin.

Se habla de la figura del rey:

Tom, ¡es tan difícil entender todo esto! Pero ten en cuenta que don Juán Carlos tiene el rasgo clásico de un Borbón, que es el de estar al lado del poder. Lo que no falla nunca en don Juán Carlos es su instinto de estar donde está el poder y eso le vale con Franco y eso le vale después. Y eso lo sabía Pedro Sainz Rodríguez, que decía: «Cuando se muera Franco no se crea que don Juanito va a estar con el franquismo, con el ejército y con la guardia civil. ¿Dónde va a estar el poder cuando se muera Franco? Pues el poder va a estar en las masas, va a estar en la calle, en la democracia, y allí va a estar don Juanito.» Este instinto que tiene esta familia Borbón no te creas que es ninguna broma. Ochocientos años después todavía siguen en dos tronos europeos, el de Luxemburgo y el de España.

Un 23 de abril estuvimos en Oriente con Rocío y Eduardo en la recepción con motivo del premio Cervantes. Rocío acostumbraba a fumar unos puritos muy aparentes, y nos explicó que Su Majestad, cuando coincidía con el grupo en que ellos estaban, le pedía siempre que le regalase uno. Isabel le preguntó qué tal era Donjuán Carlos en una conversación informal —dentro de la informalidad autorizada por el protocolo—. Rocío fue muy expresiva:

—La primera vez resulta interesante, por la novedad, pero después es como en los guateques de antes, que siempre había un tío que se las daba de gracioso y terminaba siendo un pelmazo, con el que no sabías de qué hablar. Ahora, cuando se le ve aproximarse a cualquier grupo, hay una desbandada general al grito de ¡Ojo, que viene Juanito!

No sé si ello respondía a la realidad, pero cuando después fui invitado a Oriente en distintas ocasiones preferí no comprobarlo por mí mismo.

Gente que en 1940 ya predecían el fracaso de Hitler:

En Berlín Dionisio Ridruejo dijo entonces a Ramón Garriga que los alemanes ya habían ganado la Guerra Mundial y pertenecían a una raza superior. La primera de aquellas evidencias le delataba como falangista. La segunda le repelía como cristiano. Tartajeando replicó Garriga: «No son una especie suprema, y en 1945 habrán perdido esta guerra, en mitad de una catástrofe sin precedentes en toda la historia de Alemania. A ti se te conoce enseguida que eres un paleto del Burgo de Osma.»

Conviene fijarse, repito, en la fecha del diagnóstico de Garriga, septiembre de 1940, diez meses antes de que Hitler cometiera el error garrafal de atacar la Unión Soviética, junio de 1941, y más de un año antes de la entrada, decisiva, de Estados Unidos en guerra, diciembre de 1941. En aquellas fechas casi toda España creía en el triunfo de Alemania, y lo deseaba; el resto de España lo temía, pero lo creía inevitable, con las excepciones de rigor, como la de Ramón Garriga, a contrapelo del general Franco, de Gabriel Arias Salgado, de Juan Aparicio, de Ramón Serrano Suñer y del propio Dionisio Ridruejo.

Las experiencias que nos transforman, pero no tanto:

Me prometí a mí mismo que si Pol salvaba la vida subiría a pie al monasterio de Montserrat; han pasado 28 años y no he cumplido mi promesa, y supongo que dejar constancia pública de ello es una forma de expiarlo. César González-Ruano explicó en sus memorias que cuando estaba preso por los alemanes en la cárcel parisina de Cher-chez-Midi, no sabiendo si sería fusilado de un momento a otro, todos los días prometía a Dios y a la corte celestial al completo que, si salvaba el pellejo, cambiaría de vida y recorrería los campos con humildad franciscana recogiendo florecillas y alimentándose de raíces:

Pero la condición animal del hombre es algo incalculable. Aquel mismo día [cuando lo soltaron], primero de la libertad, por la tarde fui al Bar del Dome, y porque llamaba al camarero y éste tardaba en venir, me irrité como un déspota imbécil. Sentí entonces una vergüenza inmensa y un enorme desprecio por mí mismo […]. Y por primera vez tuve una reacción sincera, patética y cristiana, y me llamé con toda mi alma miserable.

El origen de A las barricadas:

En honor de Toryho puse iin.i cinta con el himno de la Confederación que me había regalado leí nando Repiso. Se trataba de una grabación casi clandestina, reali/.i da por un grupo de aficionados, que no circulaba en el mercado, v con una carencia de medios que sólo podía suplir la buena voluntad de los cantantes, modestamente apoyados por un elemental acompañamiento musical. Todos fuimos conscientes de la emoción que causaba en Toryho —hombre discreto, pulcro, de maneras suaves y cortesía extremada, que nunca alzaba la voz— aquella audición improvisada.
Semanas después me escribía desde San Sebastián:

Tengo que agradecerte la emoción que me proporcionaste en tu casa escuchando «¡A las barricadas!». En mi libro Del triunfo ¡i la derrota relato el origen del himno, pero la transcripción que hago de él es incompleta, pues al hacerlo, la memoria me falló; al oírlo en tu casa la memoria se sintió estimulada y merced a ello lo he recordado en su integridad.

La transcripción que Toryho daba en su libro, en efecto, era incompleta, pues faltaban cuatro estrofas. Al dorso de la carta copió, a máquina, la letra íntegra del himno, con la precaución, que era de agradecer, de firmarla:

Negras tormentas agitan los aires,
nubes oscuras nos impiden ver,
aunque nos espere el dolor y la muerte
contra el enemigo nos llama el deber.
El bien más preciado es la libertad,
hay que defenderla con fe y valor,
alta la bandera revolucionaria
que llevará el mundo a la emancipación.
En pie, pueblo obrero, a la batalla,
hay que derrocar a la reacción.
¡A las barricadas,
a las barricadas
por el triunfo de la Confederación!
¡A las barricadas,
a las barricadas,
por el triunfo de la Confederación!

He creído de interés reproducir la letra íntegra, de la que circulan versiones diversas, de un himno que es posible que hoy no diga nada a los jóvenes, ni siquiera como referencia histórica, pero que a algunas personas cuyo corazón ha madurado pero no ha envejecido, todavía nos provoca un escalofrío en la piel del alma.

Y por supuesto la gran pregunta ¿Están amañados los premios? Aunque el autor no lo dice claramente, lo deja claro:

De cualquier manera, en el caso concreto de Planeta, Lara dejó las cosas muy claras la noche del 15 de octubre de 1989, en la rueda de prensa que se celebró tras la proclamación de la obra ganadora, tal como recogieron algunos medios:

Cuando un periodista, seguramente poco avezado en lo que son los premios literarios, preguntó con más candor que Caperucita Roja cómo era posible que Soledad Puértolas (que había concursado al Planeta ocultando su nombre y el título de la obra con un doble seudónimo) hubiera sido invitada al acto antes de ser conocido el fallo y, por ende, el nombre del ganador, una sonrisa cómplice recorrió la sala donde se celebraba la rueda de prensa, sonrisa que degeneró en carcajada hilarante al hacer el oportuno quite el editor con una frase memorable: «

—Creo que usted todavía cree que los niños vienen de París.

La respuesta de Lara, sin faltar a la verdad, hubiera podido ser más matizada: era lógico que todos los autores seleccionados para las votaciones finales, en las listas que la editorial facilitaba a los medios, pensasen que tenían posibilidades de ganar o quedar segundo —allí estaba también, aquel año, Pedro Casáis, finalista por segunda vez consecutiva— y decidiesen, por su cuenta, asistir al evento; si quienes tenían más posibilidades no tomaban la iniciativa, era lógico, asimismo, que fuese la editorial quien lo hiciese, pues no iba a arriesgarse a perder cuanto su presencia suponía como promoción a través de los medios. Pero Lara era muy suyo y a veces prefería apabullar, ignorando que la hipocresía, según La Rochefoucauld, es el tributo que el vicio rinde a la virtud.

Sobre el triunfo de la república y la guerra civil:

En Mujer y exilio Antonina rescataba un juicio, certero, de María Zambrano:

En abril de 1931 el pueblo había mostrado su cara, la cara de la alegría y de la gloria que no conocíamos los españoles. Nunca habíamos estado juntos tan contentos, porque nunca habíamos estado contentos y muy pocas veces juntos.

[…]

Antonina Rodrigo, granadina afincada en Barcelona desde hace muchos años, y casada con Eduardo Pons Prades, veterano luchador antifascista —en España, con la República, en Francia, con la Resistencia—, llevaba en la serenidad de su mirada toda la tristeza de los derrotados. Pero aquí cabría, citar las palabras de Antonio Machado a Ilya Ehrenburg, en vísperas de la caída de Barcelona en enero de 1939:

Para los estrategas, los políticos y los historiadores todo estará claro: hemos perdido la guerra. Humanamente hablando, yo no estoy tan seguro. Quizá la hemos ganado.

La muerte de Franco:

Luego se ha escrito mucho sobre el consumo del espumoso a raíz de la muerte de Franco. Yo tuve muy presente la reacción de Ángel Carmona, que ya he explicado, cuando en el verano del año anterior la flebitis del general disparó las especulaciones sobre la inminencia de su muerte:

—Yo no brindo por la muerte de un viejecito.

En este aspecto recuerdo que en febrero de 1979 monté una encuesta titulada 100 españoles y Franco. Uno de los entrevistados fue Fernando Arrabal, cuyo padre durante la Guerra Civil había sido condenado a 30 años y 1 día acusado de «rebelión militar» por las fuerzas sublevadas contra la legalidad republicana; él mismo, en 1967, fue detenido por la dedicatoria autógrafa de uno de sus libros, juzgada por las autoridades blasfema y antipatriótica. Arrabal, en sus respuestas, afirmó:

Me niego a gritar Viva la muerte. Por ello, como escribí en Le Monde, no quise beber champán el día de la muerte de Franco. Este hombre que ordenó diezmar a mi familia y prohibir mi «obra» hubiera merecido (como todos los seres humanos) recibir un día la gracia y morir en paz con su conciencia… lo que en mi modesta opinión no consiguió nunca.

La reacción de Fernando Arrabal me pareció perfecta, digna de un cristiano consecuente, aceptase él o no tal etiqueta. También Felipe González declaró en distintas ocasiones no haber brindado por la muerte del general; quienes si lo hicieron tal vez no cayeron en la cuenta de que estaban celebrando de manera masoquista su propia impotencia: cuarenta años no bastaron para removerle del poder, y el que muriese en la cama tenía que haber sido motivo de reflexión sobre la parte de culpa imputable a todos en la perpetuación de una dictadura que sólo se extinguió por razones de cronología personal.
Santiago Carrillo lo dejó escrito de manera contundente:

Yo me enteré del fallecimiento legal del dictador una mañana a las siete, en París. No eran horas para beber champán. Y la noticia, esperada ya desde hacía semanas, me dejaba pese a todo un sabor agridulce: no habíamos sido capaces de impedir que Franco muriese en la Jefatura del Estado.

¿Estaban justificados los temores de Paco Umbral? Supongo que no. La Operación Lucero lo tenía todo previsto, incluido, cabía esperar, el control de los ultras. Cierto que en aquellos momentos, noviembre de 1975, ignorábamos muchas de las cosas que se urdieron entre bastidores, pero nunca después, si la información no me falla, he visto la menor referencia a ninguna lista negra con relación a las previsiones sucesorias. Diez años después, noviembre de 1985, publiqué en Espejo de España un libro del mayor interés: La muerte de Franco jamás contada, de Javier Figuero y Luis Herrero —hijo de Fernando Herrero Tejedor—. Se trataba de una reconstrucción minuciosa, muy bien documentada, de los hechos básicos ocurridos entre el 1 de octubre y el 12 de diciembre de 1975, y de las famosas listas, ni rastro. Pero aquel almuerzo con Paco Umbral, si no noticias, me facilitó un rumor, que siempre ayuda a entender el clima en que se producen determinados hechos históricos.

El regreso de Tarradellas:

Pere Portabella, en efecto, rememoró para Victoria Prego el papel que él jugó, a lo Samuel Bronston, en el montaje de la gran producción «El retorno de Tarradellas», a su juicio un presidente que metió un gol a todas las fuerzas políticas catalanas, lo que para Madrid fue una operación magistral para frenar a la izquierda. Rememoró Portabella que ya dentro del palacio de la Generalitat, y antes de acceder al salón de Sant Jordi, Tarradellas pidió ir un momento al baño. Portabella le acompañó; era una habitación llena de mármoles negros y espejos recubriendo techo y paredes, decorado, como el resto de la vivienda, por Bibis Salisachs, la mujer de Juan Antonio Samaranch, cuando éste era su inquilino en su condición de presidente de la Diputación Provincial. Tarradellas se quedó un tanto deslumbrado y le comentó a Portabella:

—Parece el cuarto de baño de una casa de putas.
Ya en el balcón, Tarradellas, según Portabella, le susurró:
—Gritaré ¡Viva España!
El susto de Portabella fue mayúsculo:
—¡Nooo…! ¡Eso no!

Estoy seguro de que tanto el Ciutadans de Catalunya! como el Ja sóc aquí! —luego tan popularizado— eran dos eslóganes que el viejo zorro había meditado largamente, y que no fueron fruto de la improvisación. El retorno de Tarradellas, y las circunstancias que lo rodearon, fue una de las muchas páginas de unos años decisivos que esperan una revisión a fondo, por encima de las explicaciones un tanto estereotipadas que se nos han ofrecido.

Y hay más, aquí pueden leer otras: LOS PREMIOS PLANETA según Rafael Borrás Betriu

Muy recomendable.

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