Philip Roth. El animal moribundo.

septiembre 7, 2012

Philip Roth. El animal moribundo.
Random House Mondadori, 2008. 122 páginas.
Tit. Or. The dying animal. Trad. Jordi Fibla.

Philip Roth, El animal moribundo
Gavilán o paloma

Hay que hacer caso a los que saben y leer sus recomendaciones. Después de El mal de Portnoy y su caudal de humor me enfrenté a este Animal moribundo que en muchos aspectos puede ser el mismo libro, pero desde una óptica diferente.

David Kepesh es un profesor de renombre que aprovecha su fama intelectual para seducir ex-alumnas (tiene especial cuidado de comenzar sus relaciones cuando el curso ha terminado). Hasta que se encuentra con Consuelo Castillo, hija de ricos exilados cubanos. Por primera vez quedará atrapado en un juego en el que era el maestro.

Lo que en El mal de Portnoy eran fuegos artificiales y voy a comerme el mundo aquí son dulces brasas y melancolía por tiempos pasados. ¿Sufre el protagonista porque ha encontrado al amor de su vida, o porque se va haciendo viejo y ya no confía en sus capacidades?

Sea como sea la historia está bien contada y me confirma que Roth es un escritor a seguir.


Extracto:[-]

Detrás de la escena, los perspicaces servicios de Seguridad se estaban volviendo locos. Tardaron algún tiempo en comprender la existencia del cambio, pero una vez que se hubieron establecido los hechos, fue un asunto relativamente sencillo el deducir que algo raro le ocurría a la Asamblea. Ningún grupo de personas puede actuar de un modo tan razonable, y estar a la vez en su sano juicio.
Todo se hizo silenciosa y eficazmente, una vez que la sesión se hubo reanudado en medio de aquel fantástico ambiente. Resultó irónico que también en este punto se llegase a un completo acuerdo entre los servicios de Seguridad de las distintas naciones. Nadie procuró siquiera insinuar que se trataba de una astuta confabulación de Occidente —o del Este—, para anotarse un triunfo. La tarea primordial consistía en terminar con aquel asunto, sin que importara la forma en que hubiese comenzado. Cuando la sesión vespertina hubo concluido, todos los alimentos y las bebidas habían sido reemplazados por otros, lo mismo que los camareros y demás personal de servicio. Se hizo preguntas a los que fueron sustituidos, proliferaron las investigaciones, e incluso se llevó el celo indagador hasta los excusados.

Al día siguiente el encantamiento se había desvanecido. Los delegados volvieron con sus mentes cerradas y recelosas, incluso más suspicaces que antes. Pero ya era imposible rectificar los asuntos que se habían firmado el día anterior. Para bien o para mal, una serie de problemas secundarios habían quedado solucionados en todo el mundo, al menos en lo que atañía a la ONU.

Bajamos por la escalera de caracol metálica hasta los rimeros de libros de mi biblioteca, busqué un gran volumen de reproducciones velazqueñas y nos sentamos uno al lado del otro y estuvimos quince minutos pasando las páginas, un incitante cuarto de hora durante el cual ambos aprendimos algo: ella, por primera vez, acerca de Velázquez, y yo, una vez más, sobre la deliciosa imbecilidad de la lujuria. ¡Aquella larga conversación! Le enseño el manuscrito de Kafka, las láminas de Velázquez… ¿por qué hace uno tales cosas? En fin, es necesario hacer algo. Esos son los velos de la danza. No hay que confundirlo con la seducción. Esto no es seducción. Lo que disfrazas es eso que te ha llevado ahí, la pura lujuria. Los velos velan el impulso ciego. Al hablar así, tienes, lo mismo que ella, la equivocada sensación de que sabes de qué estás tratando. Pero no es como si entrevistaras a un abogado o consultaras a un médico y lo que te dijeran fuera a cambiar tu línea de acción. Sabes que quieres eso y sabes que vas a hacerlo y que nada va a detenerte. En este caso, nada de lo que se diga supondrá el menor cambio.

La gran broma que te gasta la biología es que llegas a la intimidad antes de saber nada de la otra persona. En el momento inicial lo comprendes todo. Al principio cada uno se siente atraído por la superficie del otro, pero también intuye la dimensión total. Y la atracción no tiene que ser equivalente: a ella le atrae una cosa, a ti otra. Es superficie, es curiosidad, pero entonces, zas, la dimensión. Es bonito que ella proceda de Cuba, es bonito que su abuela fuese tal cosa y su abuelo tal otra, es bonito que yo toque el piano y posea un manuscrito de Kafka, pero todo esto no es más que un desvío en el camino hacia donde vamos. Supongo que forma parte del encanto, pero es la parte de la que si fuese posible prescindir me sentiría mucho mejor. El sexo es todo el encanto que se requiere.

Que una chica corriente se hubiera ofrecido voluntaria, sin una insistencia interminable, a romper el código y realizar el acto sexual, me habría confundido. Porque nadie, ni de uno ni de otro sexo, tenía la menor intuición de una herencia erótica. Eso era algo desconocido. Si a ella le gustabas, podría acceder a hacerte una paja (lo cual significaba en esencia usar tu mano encima de la de ella), pero que una joven consintiera en hacer cualquier cosa que no perteneciera al ritual del asedio psicológico, en fin, eso era impensable. Desde luego, no había manera de lograr que te hicieran una mamada, si no era a fuerza de una perseverancia sobrehumana. A mí solo me hicieron una en cuatro cursos universitarios. Eso era todo lo que te permitían. En la rústica localidad de las montañas Catskill donde mi familia dirigía un pequeño hotel de veraneo, y donde llegué a la mayoría de edad en los años cuarenta, la única manera de practicar el sexo consensual era ir con una prostituta o hacerlo con una chica que era tu novia de siempre y con la que todo el mundo suponía que ibas a casarte. Y en este caso pagabas lo que debías, porque lo más frecuente era que te casaras con ella.

¿Mis padres? Eran como todos los padres. Tuve una educación sentimental, créeme. Cuando mi padre, apremiado por mi madre, por fin tuvo que hablar conmigo del sexo, yo tenía ya dieciséis años, era en 1946, y me asqueó que no supiera lo que debía decirme, aquel hombre benévolo nacido en un piso del Lower East Side en 1898. Lo que quería decirme era, sobre todo, lo que normalmente exponía el amable padre judío de aquella generación: «Eres guapo, estás hecho un pincel, puedes echar a perder tu vida…». Por supuesto, no sabía que ya había pillado una enfermedad venérea, debido a mi relación con la chica del pueblo ligera de cascos a la que todo el mundo se tiraba. Así eran los padres en aquellos tiempos lejanos.

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