Óscar Esquivias. Inquietud en el paraíso.

diciembre 11, 2018

Óscar Esquivias, Inquietud en el paraíso
Ediciones del viento, 2005. 370 páginas.

La historia transcurre en Burgos, en los momentos previos a la guerra civil. Asistimos al día a día de los múltiples protagonistas de la historia, mientras de fondo atisbamos los nubarrones que ya sabemos que conducían a una etapa tenebrosa.

Bien escrita y construída es la primera parte de una trilogía inspirada vagamente en la Divina Comedia de Dante. Buenas reseñas aquí: Óscar Esquivias: Inquietud en el Paraíso, Reseña: Inquietud en el Paraíso, de Oscar Esquivias y INQUIETUD EN EL PARAÍSO. Óscar Esquivias

Recomendable.

Seguro que allí dentro no había nadie: todos los hombres estarían en alguna taberna, hablando de los derechos de los obreros. Se los imaginaba proclamando sus consignas entre cascaras de cacahuetes, arenques y vinazo: «¡Ocho horas de trabajo, ocho de instrucción y ocho de descanso!», «¡Viva el Primero de Mayo!», «Viva la emancipación humana!».
Qué panda de holgazanes.
En aquel momento oyó la tercera campanada, la que anunciaba que empezaba la misa. Luisa aceleró el paso. Cuando llegó a la iglesia, el padre Ausín ya estaba ante el altar. Ella avanzó por la nave lateral y se acercó a la imagen de la Dolorosa. Sólo rezaba a la Virgen. Ningún varón —por muy santo que fuera— le merecía confianza. Únicamente una mujer como María, a quien los hombres no dieron otra cosa que disgustos, podía entender sus sentimientos y preocupaciones, ¿verdad, Virgencita?
Qué solas estamos siempre las mujeres. Porque tú tampoco tuviste suerte, a mí que no me digan.
Se arrodilló y rezó, mientras el padre Ausín desgranaba la misa con su soniquete monótono en las profundidades del presbiterio. Cuando Luisa se fue a levantar para ocupar un sitio en las bancas de la nave central, sintió un mareo. Claro, había tal densidad de perfume que una se aturdía. Las jovencitas no sabían que una puta, por mucho que lo intente disimular bañándose en agua de colonia y refrotándose con jabón de Marsella, siempre tiene el mismo fato a colchón tundido por mil cuerpos. Si acercara su nariz a la base del cuellq_de cualquiera de ellas, o a sus pulsos, o detrás de sus orejas, sentiría la fragancia de su sexualidad. Así son las cosas, no hay tutía.
Luisa tenía envidia de la juventud de aquellas chicas, de su belleza a medio madurar, de su piel reluciente. Se admiraba del entusiasmo de las muchachas, que aplaudían cuando el sacerdote leía la resurrección de Lázaro o el milagro de las bodas de Cana.

Tocó sus mejillas frías y al mover su cuerpo cayeron unos cubiertos metálicos.
—Son del penal, son los cubiertos del penal. Le sacaron de la cárcel para matarlo aquí.
Ruiz Vilaplana se acercó a Julián y se inclinó. Con voz nerviosa pero clara le dijo al oído:
—Déjeme que le aconseje una cosa. No reconozca el cadáver. Aunque le duela, no lo haga. Aquí no se va a investigar nada; los militares van a actuar como si en vez de personas hubieran aparecido unos perros muertos. Pero si le pone nombres y apellidos a esta víctima, las próximas serán su familia y usted mismo. Sé que es terrible, pero se lo participo en confianza.
Julián se desplomó como si ya no hubiera fuerza ninguna en su cuerpo capaz de sostenerle. Tenía una sensación de acabamiento. Tocó los labios estriados de Román. Vio su cuerpo golpeado y pensó en la luz de sus quince años cuando se duchaba en el Club de Tenis, imaginó al adulto guapo y alegre que ya no podría ser, al hombre ingenuo, al trabajador, al padre. Miró su mano. Tenía el índice y el pulgar tiesos, como si poseyera esa imaginaria pistola con la que se defendía de los albiñanistas. Quizá en el último momento hizo «pun» a sus verdugos y pensó así librarse de la muerte. Apretaba ese cuerpo duro y era como echarse una roca al pecho.
Sintió que una sombra se ponía enfrente de él:
—Usted, ¿sabe quién es este hombre? —le preguntó el juez.
Julián tardó en contestar. Tuvo que reunir todo su valor para decir:
—No, señor juez.
—¿Entonces?
Volvió a apretar el cuerpo de su sobrino. Sentía un dolor inmenso.
—Le he confundido con uno del barrio. Con un aprendiz que yo tuve, ¿sabe?

—Mire, Tío Azumbre. De joven serví en la marina mercante. Hay naufragios de los que no sobrevive nadie y es porque el barco no lo permite: se hinca en el agua y se traga a todos sus marineros. No hay forma de huir, da igual que se hayan echado las barcazas y los salvavidas. El barco no quiere que nadie se salve, quiere morirse con todos, y así el mar se los come, sin remedio. Lo mismo me pasa a mí. Román se ha ido y yo siento que me arrastra detrás. Intento nadar, avanzar, ir lejos, pero da igual. Es algo superior al dolor por haberle perdido. Tengo miedo de dormirme y que el cuerpo me deje de funcionar, que amanezca hecho una piedra. Y, si le soy sincero, a veces es lo que deseo.

No hay comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.