Michael Chabon. La solución final.

septiembre 16, 2009

De Bols!llo, 2008. 118 páginas.
Título original: The final solution. Traducción: Alicia Sánchez.

Michael Chabon, La solución final
Los últimos días de un detective

Tanto oir hablar de Chabon que tenía que leerlo. Su libro más famoso es Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay pero el único que encontré en edición de bolsillo -y barata- fue éste.

Un anciano detective se dedica a la apicultura hasta que en su vida aparece un muchacho mudo que ha escapado de la Alemania Nazi con un loro. El loro repite una secuencia de números que pueden encerrar un misterio, porque parece que hay personas interesadas en hacerse con él.

La trama de misterio no es muy complicada, se adivina pronto por dónde irán los tiros y al personaje del anciano detective se le podía sacar más provecho. No en vano su fama es legendaria. Al acabar la lectura me sentí un poco decepcionado, como si esperara más.

Pero pasando el tiempo al recordar el libro me invadía una cierta melancolía, porque más allá de la trama detectivesca hay una historia escondida, que rehabilita el libro. En definitiva, sin ser una gran obra puede y debe recomendarse.


Extracto:[-]

También le llamó la atención su silencio aparente. Le parecía evidente que en cualquier grupo formado por un loro gris africano -una especie famosa por su prolijidad- y un niño de nueve o diez años, en cualquier momento cogido al azar, alguno de los dos debería estar hablando. Ahí tenía otra anomalía. En cuanto a qué prometía esta, el anciano -aunque en el pasado había hecho fortuna y se había ganado su reputación gracias a una larga y brillante serie de extrapolaciones basadas en agrupaciones improbables de datos-jamás habría podido preverlo, ni de lejos.

Cuando llegó casi a la altura de la ventana del anciano, a unos cien metros de la misma, el niño se detuvo. Le dio su estrecha espalda al anciano, como si pudiera notar su mirada. El loro miró primero al este y luego al oeste, con un aire extrañamente furtivo. El niño estaba tramando algo. Un ligero encorvamiento de los hombros, una flexión expectante de las rodillas. Era alguna operación misteriosa, remota en el tiempo pero profundamente familiar, sí…

… los engranajes sin dientes encajaron. El Steinway descordado sonó: el carril conductor.

Hasta en una tarde bochornosa como aquella, cuando el frío y la humedad no le importunaban los goznes del esqueleto, podía constituir para él una empresa larga, si se hacía como era debido, levantarse de su sillón, abrirse paso por entre los montones movedizos de trastos de anciano soltero —periódicos tanto baratos como de calidad, pantalones, botellas de bálsamo y de pastillas para el hígado, anales y publicaciones trimestrales eruditas, platos llenos de migas- que convertían el acto de cruzar su sala en algo traicionero, y abrir por fin la puerta principal que daba al exterior. Ciertamente, la perspectiva desalentadora del viaje desde el sillón al umbral se contaba entre las razones de su falta de contacto con el mundo, en aquellas raras ocasiones en que el mundo, agarrando con cautela el

llamador metálico forjado en la forma hostil de una Apis dor-sata gigante, venía a llamar. Con nueve de cada diez visitantes no se molestaba en levantarse sino que se limitaba a escuchar los murmullos perplejos y los intentos titubeantes de abrir la puerta, recordándose a sí mismo que había poca gente viva por la que correría conscientemente el riesgo de engancharse la punta de la zapatilla en la alfombrilla de la chimenea y derramar lo poco que le quedaba de vida por el frío suelo de piedra. Pero mientras el niño del loro en el hombro se preparaba para conectar su modesto charco personal de electrones con el torrente de ellos que era bombeado a lo largo del raíl tercero o carril conductor desde la planta eléctrica de la Southern Railway en el río Ouse a su paso por las afueras de Lewes, el anciano se levantó del sillón cton una presteza tan inusual que los huesos de su cadera izquierda dejaron escapar un chirrido inquietante. La manta de su regazo y la revista cayeron al suelo.

Vaciló un momento, extendiendo ya la mano para coger el pestillo de la puerta, aunque todavía le faltaba cruzar la sala entera para llegar. Su sistema arterial averiado se esforzaba para suministrarle a su súbitamente elevado cerebro la sangre que necesitaba. Le pitaban las orejas, le dolían las rodillas y tenía los pies plagados de pinchazos. Se lanzó, con una prisa que a él mismo le pareció absolutamente atolondrada, hacia la puerta, y la abrió de golpe, lastimándose de alguna forma, al hacerlo, la uña del índice derecho.

5 comentarios

  • Neus septiembre 16, 2009en3:41 pm

    JP,
    ¡TIENES que leer «Las asombrosas aventuras…»! Ese libro es para mí lo que 2666 es para ti (creo). Vaya por delante que, en mi opinión personal, Chabon es un genio. Ya puestos, confieso que lo leo en inglés, con lo cual de la traducción al castellano no puedo opinar. Curiosamente, ahora mismo estoy con sus «Misteries of Pittsburgh», su primer libro (y tesis doctoral -¿te imaginas que entre nosotros las universidades permitieran que una novela contara como tesis?).

  • Palimp septiembre 17, 2009en12:31 pm

    Pues nada, lo pongo en la lista con alta prioridad 🙂

  • Apolo septiembre 17, 2009en1:49 pm

    Me han recomendado «Las asombrosas aventuras de…» en contadas ocasiones y terminé por comprarlo, aunque aún no lo he leído. Supongo que el Premio Pulitzer que ganó esta obra en 2001 no es moco de pavo.

  • Palimp septiembre 18, 2009en11:27 am

    Pues ya sabes… anímate a hacerlo.

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