Mia Couto. La confesión de la leona.

febrero 10, 2017

Mia Couto, La confesión de la leona
Alfaguara, 2016. 216 páginas.
Tit. Or. A confissao da leoa. Trad. Rosa Martínez-Alfaro.

Otra recomendación de los meetups literarios, muy acertada. En Kulumami están sufriendo ataques de leones. Para solucionarlo contratan a un cazador forastero. Pero el problema no son sólo los animales.

Una reflexión acerca de la invisibilidad de las mujeres y su papel de víctimas en determinadas sociedades. Muy bien escrito, con frases de gran efecto, y contagiado del mundo mágico de la sabana africana.

Se alternan los diarios de Mariamar, hermana de la última víctima y víctima ella misma y los de Arcángel Baleiro, cazador a la búsqueda de su propia identidad.

Estuve ingresada un tiempo en la enfermería sin atisbo de mejora. La medicina había desistido de mí, pero no fue por eso por lo que no me llevaron de vuelta a Kulumani. En el hospital de Palma permanecí con menos vida y menos compañía aún. Solo después entendí el aplazamiento de mi regreso. Mi abuelo Adjiru había muerto esos días. No quisieron que estuviera presente. No para ahorrarme la despedida, sino para que esa despedida me durase la vida entera.
***
En el primer aniversario de la muerte del abuelo, me llevaron a visitar su tumba. El difunto había expresado su deseo de verme presente en la ceremonia. Yo ya había regresado a casa, pero mi condición no se había alterado. Nadie, en aquel estado, quiso transportarme por la carretera. Podía contagiar a los vehículos. Optaron por trasladarme en una embarcación río abajo hasta el bosque sagrado donde reposaban Adjiru y el bisabuelo Muarimi.
Fui pasando de brazo en brazo hasta el casco de la embarcación. En ese momento, mi cuerpo resbaló y caí, desamparada, en las aguas del río Lideia. Dicen que desaparecí en el profundo lecho y estuve sumergida un tiempo infinito. Finalmente, cuando me sacaron, tenía en la mirada el deslum-
bramiento de quien acaba tic nacer. Poco a poco fui compareciendo ante el mundo. Di unos pasos tambaleantes y sacudí los hombros como si me liberase de un fardo invisible. No había duda, según atestiguaban en coro las voces de los parientes:
—¡Mariamar ha vuelto! ¡Mariamar ha vuelto!
Boquiabiertos, sus miradas se concentraban en mí. Yo era el centro del universo. Se hizo el silencio, toda la familia inmóvil, esperando lo que vendría después.
—¿Dónde están mis hermanas? —fueron mis primeras palabras.
Hicieron que se personaran Silencia, mi hermana mayor, y las gemelas Igualita y Uminha. En silencio besé a Silencia y me arrodillé para ponerme a la altura de mis hermanas pequeñas. Solo habían pasado unos meses, pero las niñas habían envejecido tristemente. Siempre me había preguntado si en Kulumani existían los niños. ¿Se puede llamar niño a una criatura que labra la tierra, corta leña, carga agua y, al final del día, ya no tiene alma con que jugar?
De repente, mi padre interrumpió el silencio, levantó los abrazos y proclamó:
—Vamos a ver el mar.
—¿El mar? —dijo mi madre, sorprendida.
—Iremos toda la familia —exclamó, perentorio, Ge-nito Mpepe—. Eso es lo que le prometí al abuelo.
Yo no quería que me llevasen al mar. Solo deseaba regresar al regazo de mi madre y que me acunase, y volver a ser pequeña. Ese era el único mar que quería. Entonces entendí el motivo por el que el padre Amoroso hablaba tanto del diluvio final. Era a lo que yo aspiraba: a que una inundación se llevara este mundo por delante. Este mundo que obligaba a una mujer como Hanifa a tener hijos, pero que no la dejaba ser madre; que la obligaba a tener marido pero no le permitía conocer el amor.

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