Lytton Strachey. Retratos en Miniatura.

enero 20, 2009

Editorial Valdemar, 1997. 940 páginas.
Tit. Or. Portraits in miniature. Trad. Dámaso López García.

Lytton Strachey, Retratos en Miniatura
Vidas originales

Me gustan mucho los libros del Club Diógenes de la editorial Valdemar. Publican con gusto, editan bien y no son caros. Sólo por la publicación de muchos libros de Chesterton que eran prácticamente inencontrables ya deberíamos darles las gracias. También han editado autores del círculo de Bloomsbury, como estos Retratos en miniatura.

Se trata de una colección de biografías breves de personajes no siempre muy conocidos, pero siempre interesantes. Escritas con fino humor, en su momento resultaron bastante escandalosas, aunque yo he sido incapaz de encontrar qué provocaría esas reacciones. Del iluminado Muggleton a la manipuladora Madame de Lieven incluyendo un apéndice con siete historiadores ingleses.

Se disfrutará mucho más si se tiene una cultura anglosajona -que no es mi caso-, pero el conjunto es divertido, interesante, original y -pese a los años transcurridos- muy fresco. La selección es muy acertada y me ha recordado a la Historia universal de la infamia de Borges. Las anécdotas más jugosas no son exclusivas de los grandes de la historia, y sobre estos oscuros personajes hay mucho que contar. Si se hace bien, como en el caso de Strachey, el resultado es un libro que no se puede dejar escapar.

Escuchando: La Luz De La Mañana. Facto Delafé Y Las Flores Azules.


Extracto:[-]

Nacido en 1645, hijo menor de un par sin dinero, John North fue uno de aquellos niñitos buenos que, en el siglo diecisiete, parecían destinados de forma inevitable al estudio, a la universidad y a la Iglesia. Su bondad, la diligencia, el cuidado que ponía en todo lo que hacía, eran quizá, en verdad, más que cualquier otra cosa, el resultado de una cierta timidez muy arraigada; pero nada se podía hacer. El miedo no se exorciza con facilidad. Cuando era estudiante en Cambridge, el joven, en la oscuridad, aún temía a los fantasmas, y dormía con la ropa de la cama sobre la cabeza.

Durante un tiempo —nos informan—, dormía junto a su tutor, quien, en una ocasión, al regresar a casa, halló al estudiante en la cama, en la cual solamente se veía la coronilla. El tutor, imprudentemente, le tiró del pelo; y entonces el estudiante se sumergió en la cama, el tutor lo siguió, y al final, dando un gran chillido, el estudiante saltó mientras esperaba ver un enorme fantasma.

Pero, a pesar de semejantes contratiempos, el joven siguió los estudios con celo ejemplar. Pronto fue profesor en su propia universidad, y doctor en teología. Continuó trabajando y trabajando; reunió una vasta biblioteca; leyó a los clásicos hasta que «el griego casi llegó a ser lengua vernácula para él»; luchó con el hebreo, buceó en la lógica y la metafísica e incluso «tuvo relaciones, aunque no muy profundas, con las matemáticas». Como no deseaba desperdiciar ni un solo momento, el doctor se procuraba cualesquier medios para convertir las más comunes conversaciones en medio de instrucción, porque «no le complacían los pasatiempos insípidos de los bolos, ni las conversaciones de menos sustancia, tales como los chismes de la ciudad, juegos de palabras y similares». Finalmente, su fama de poseedor de conocimientos prodigiosos se extendió por el país. Predicó ante el rey Carlos II, y el gran duque de Lauderdale se convirtió en su mecenas. A la temprana edad de veintisiete años, su talento y su virtud se vieron recompensados con la cátedra de griego de la universidad de Cambridge.

Su talento y virtud eran en verdad notables, pero todavía los informaba y dominaba una aprensión subyacente. La naturaleza del doctor era, en el más genuino sentido de la palabra, meticulosa. Lo mantenía en tensión constante una sobresaltada exactitud. Se preocupaba con igual intensidad por el estado de su alma, y por su reputación ante la posteridad. Publicó solamente un librito, un comentario sobre algún diálogo de Platón; el resto de los frutos múltiples de sus tareas —notas, sermones, tratados, conferencias, disertaciones—, se quemó tras su muerte, para cumplir sus instrucciones. Un cuadernillo de notas sobrevivió a aquella desgracia, contenía el esbozo de un trabajo mayor contra los socinianos, la república y Hobbes. Pero el doctor había tomado la precaución de añadir una cautela en la primera página: «maldito sea quien se forme una opinión sobre mí por lo que aquí halle escrito»

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