Lydia Davis. Cuentos completos.

octubre 31, 2012

Lydia Davis, Cuentos completos
Seix Barral, 2011. 744 páginas.
Tit. Or. The collected stories. Trad. Justo Navarro.

Después de verlo mencionado en varios sitios, supongo que esta entrada de malherido me decidió: Cuentos completos, de Lydia Davis. Que me gusten los cuentos y que muchos sean micros, también.

Se juntan aquí cuatro libros de relatos, lo que da lugar a un libraco bastante gordo que he ido leyendo por partes, para no abusar. No pongo la habitual lista porque es muy larga.

Lydia Davis fue la primera mujer de Paul Auster, y sus primeros cuentos parecen incursiones en el mismo ambiente narrativo. En la contraportada la ponen en las nubes, y algo exagerado me parece tanto elogio. En los libros de cuentos suelo marcar los que más me han gustado, y aquí tengo cinco o seis marcas en más de 500 cuentos.

Algunos se me han hecho bastante pesados, por ejemplo La señora D y sus sirvientas o Te echamos de menos, hay varios con el mismo esquema y se me hicieron eternos. Por contra hay algunos casi surrealistas bastante buenos, pero son muy pocos.

En general me ha gustado, pero tampoco es para tanto.

Calificación: Bueno

Este cuento me recordó a este otro: Esbirros:

Trabajo municipal
Por toda la ciudad hay ancianas negras que han sido contratadas para llamar a la gente por teléfono a las siete de la mañana y preguntar con voz apagada si está Lisa. Es un trabajo que pueden hacer en casa. Estas mujeres forman parte de un ejército de empleados municipales que se ocupan de llamar a números equivocados. El mejor pagado de todos es un indio de la India capaz de insistir en que no se ha equivocado de número.
Otros —principalmente personas mayores— han sido contratados para divertirnos poniéndose sombreros extraños. Se los ponen como si no fueran responsables de lo que pase más arriba de sus cejas. Dos sombreros aparecen inesperadamente, uno al lado del otro: un sombrero de fieltro que se eleva sobre un anciano, y un artefacto negro, con velo y cerezas, que corona a una mujer minúscula. Bajo sus sombreros, los viejos discuten. Otra anciana, encorvada y débil, cruza la calle muy despacio, ante nuestro coche, irritada, como si la hubieran obligado a ponerse ese gran sombrero rojo y cónico que le pesa tanto sobre la frente. Y otra anciana camina por una acera imposible, teniendo cuidado de dónde pone los pies. No lleva sombrero, porque ha perdido el trabajo.
Gentes de todas las edades han sido contratadas por el municipio para que se comporten como lunáticos, de modo que los demás nos creamos cuerdos. Algunos de los lunáticos son también mendigos, así que podemos sentirnos cuerdos y ricos a la vez. El número de puestos para trabajar como lunáticos es limitado. Todos los puestos han sido ocupados. Durante años encerraban juntos a los lunáticos en hospitales psiquiátricos, en islas de la bahía de Nueva York. Luego las autoridades de la ciudad los liberaron en masa para que llenaran las calles con su presencia tranquilizadora.
Como es natural, algunos lunáticos no tienen problema en desempeñar dos trabajos a la vez, y llevan sombreros raros mientras se alejan a grandes pasos y arrastran los pies.

Tres de cuentos muy breves y muy buenos:

La madre

La chica escribió un cuento. «Sería mucho mejor si escribieras una novela», dijo su madre. La chica construyó una casa de muñecas. «Sería mucho mejor si fuera una casa de verdad», dijo la madre. La chica hizo un cojín para su padre. «¿No hubiera sido más útil un edredón?», dijo la madre. La chica excavó un pequeño hoyo en el jardín. «Sería mucho mejor si excavaras uno grande», dijo la madre. La chica excavó un gran hoyo y, dentro, se echó a dormir. «Sería mucho mejor si te durmieras para siempre», dijo la madre.

Amor

Una mujer se enamoró de un hombre que llevaba muerto varios años. No le bastaba con cepillarle el abrigo, lavarle el tintero, tocar su peine de marfil: tenía que construir la casa sobre su tumba y sentarse con él noche tras noche en el sótano húmedo.

La excursión

Un ataque de ira cerca de la carretera, una negativa a hablar en el camino, un silencio en el pinar, un silencio al cruzar el viejo puente del ferrocarril, un intento de ser amable en el agua, un rechazo a terminar la discusión en las piedras lisas, un grito de ira en el terraplén de la orilla, unas lágrimas entre los matorrales.

Dejándose llevar por la fantasía, por desgracia no hay muchos similares:

Los cedros
Cuando nuestras mujeres se convirtieron en cedros se reunieron en un rincón del cementerio a gemir al viento impetuoso. Al principio, sin nuestras esposas, nuestros espíritus se elevaron y pensamos que era hermoso el sonido. Pero, cuando dejamos de ser conscientes de aquel sonido, fuimos perdiendo el sosiego, y peleábamos más a menudo entre nosotros.
Fue en el año de los vientos impetuosos. Nunca se había desencadenado semejante tumulto en nuestro pueblo. Los gorriones no volaban, sino que viraban de repente y caían en rincones tranquilos; las tejas se desprendían de los tejados y se hacían añicos contra el pavimento. Los arbustos azotaban nuestras ventanas bajas. Noche tras noche bebíamos como locos y caíamos dormidos en brazos de otro.
Cuando llegó la primavera, el viento amainó y el sol brillaba. Al atardecer, largas sombras cubrían nuestro suelo, y sólo el fulgor de una hoja de cuchillo sobrevivía en la oscuridad. Y la oscuridad cubrió también nuestros espíritus. No teníamos una palabra agradable para nadie. íbamos a nuestras tierras de mala gana. En silencio clavábamos la mirada en los forasteros que venían a ver nuestra fuente y nuestra iglesia: nos apoyábamos en el borde de la fuente, con las botas cruzadas, y nuestros perros, cojos, se alejaban asustados de nosotros.
Luego la carretera se hundió. No venían forasteros. Ni siquiera el sacerdote ambulante se atrevía a entrar en el pueblo, aunque el sol encendía el agua de la fuente, y el valle, en la distancia, estaba blanco de nogales y árboles frutales en flor, y el calor se filtraba en las piedras rosa de la iglesia y menguaba al anochecer. Los gatos paseaban por el camino destrozado, de puerta en puerta. Los pájaros cantaban en el bosque, a nuestras espaldas. Esperábamos en vano visitantes. El hambre nos roía el estómago.
Por fin, en lo más hondo de los cedros, nuestras esposas se conmovieron y pensaron en nosotros. Y perezosamente, indiferentes, nos pareció, volvieron a casa. Miramos sus labios mezquinos, sus ojos duros, y se nos ablandó el corazón. Bebimos del sonido de sus voces ásperas como hombres que salen del desierto.

El cuento no me impresionó demasiado, pro el fragmento final me gustó:

Pero, cuando empezó a vivir en la residencia, hizo las paces con el entorno. Pasaba el día en la biblioteca, leyendo y pensando. Leía muy despacio y pasaba más horas mirando a la pared que al libro. Leyendo, ponía a prueba su inteligencia y la fortalecía. Las enfermeras eran lo único que le parecía irreal, y no acababa de entenderlas: creía que su inestable buen humor no era sincero. Ellas tampoco apreciaban a la señora Un, porque su lucidez las incomodaba. Pero se sentía a gusto entre sus compañeros exangües y arrugados, más a gusto que entre la gente llena de energía de su antigua vida. El silencio en el comedor atestado le pareció lo propio. Comprendía perfectamente a aquellos hombres y mujeres taciturnos que por la tarde recorrían con verdadero esfuerzo los senderos del jardín o, en los largos atardeceres de verano, se sentaban a mirar la calle a través de la verja del porche. A tientas al principio, y poco a poco maravillada, comprendió que había estado medio muerta entre los vivos. Entre los medio muertos, por fin estaba empezando a vivir.

De postre:

Asesinato en Bohemia
En la ciudad de Frydlant, en Bohemia, donde todos son pálidos como fantasmas y visten de negro en invierno, una anciana no pudo seguir soportando el hundimiento fatal de su existencia en la miseria y la ignominia, y se volvió loca y asesinó por piedad a su marido, a sus dos hijos y a su hija; por ira, a los vecinos de al lado y a los de enfrente, que habían menospreciado a su familia; por venganza, al tendero, a quien le había suplicado que le fiara, y al prestamista, y a dos usureros, y a un tranviario a quien no conocía, y, por fin, penetrando en el ayuntamiento cuchillo en mano, al joven alcalde y a uno de sus concejales, que se devanaban los sesos en torno a una enmienda.

2 comentarios

  • panta noviembre 4, 2012en1:33 am
  • Palimp noviembre 12, 2012en6:07 pm

    En la carrera leí pocos libros, más que nada porque no los había, y los pocos que leí no me decepcionaron (todavía tengo el Piskunov y le tengo cariño, porque aunque me costó aprobar Análisis II, en gran parte fue gracias a él).

    Otra cosa sería en el terreno literario…

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