Luisgé Martín. Los amores confiados.

enero 15, 2015

Luisgé Martín, Los amores confiados
Alfaguara, 2005. 302 páginas.

Tenía vagas referencias del autor y quería leer algo suyo; por suerte encontré esta novela suya de saldo que ha sido toda una sorpresa.

Son dos historias enfrentadas. Una, personal (y posiblemente autobiográfica) la relación del protagonista con un celoso patológico. La otra, una historia real que acabó en homicidio en la que también están involucrados los celos.

Veo dos ejes claros en esta novela. La primera esa mezcla de realidad y ficción que lleva tiempo practicando Carrère (que ahora por suerte está de moda). Mientras nos cuenta el caso que ha investigado y que es el núcleo fuerte de su obra aprovecha para intercalar y contraponer su propia historia que va por cauces similares.

El segundo eje es uno que he comentado varias veces con un amigo mío: no puedes tener una pareja que no esté bien, piscológicamente hablando. Ya es difícil llevar una relación adelante cuando los dos son relativamente normales (aunque todos tengamos nuestras manías). Valga como botón de muestra el caso que nos cuenta el autor. La mujer de la pareja era una celosa patológica, injustificadamente, porque su marido no le era infiel. Pues llegó a contratar a una prostituta para que sedujera a su marido. Si quieren saber el desenlace, lean el libro.

No sé dónde leí que el autor comentaba que a él no le criticaban mucho porque había triunfado pero poco. Debería ser más conocido. Aquí tienen un largo fragmento: Los amores confiados y aquí otra reseña: Los amores confiados, de Luisgé Martín.

Calificación: Bueno.

Extracto:
Cumplí todos los deberes rituales de un hombre desolado. Perdí peso por la falta de apetito, comencé a beber con desmesura y a deshoras, me dejé crecer la barba desaliñadamente, abandoné algunas responsabilidades sociales y me entregué sin demasiada prudencia a un descarrío sexual imperioso, como esos jóvenes existencialistas del pasado que buscaban encontrar el sentido de las cosas en las emociones extremas. Empecé de nuevo a salir todas las noches a los tugurios subterráneos y siniestros que frecuentaba antes de conocer a Diego, en los que, casi siempre medio borracho, trataba de olvidar mis males con alguna podredumbre. Tengo de aquella época recuerdos de fetidez y de asco: felaciones hechas en los urinarios con olor a excrementos, besos en bocas que tenían halitosis y caricias a pieles llenas de costras. A \eces sentía ganas de vomitar cuando veía a la luz, en el exterior del bar, al hombre con el que había estado a oscuras en las cámaras de dentro, pero al regresar a casa experimentaba siempre una sensación de paz o de aturdimiento que me hacía feliz. Fue por entonces cuando comencé a comprender que el alcoholismo y las toxicomanías eran para algunos individuos medicinas que nadie debía censurar. Si alguien que padece penas terribles puede calmarlas emborrachándose o fumando heroína, tiene que hacerlo sin remilgos. Nadie acusa de tomar anestésicos a los enfermos que van a ser operados en un quirófano ni llama cobardes a quienes para aliviar una cefalea consumen pildoras analgésicas. Ningún hombre ensalza ya el dolor del cuerpo, salvo algunos fieles de religiones bárbaras y ciertas mujeres necias que
creen que al parir sin sedantes honran más a los hijos que alumbran. Pero al alma, que es de Dios, se le exige todavía que sufra sin pócimas ni bebedizos.
Cada noche, después de beber tres o cuatro ginebras mezcladas con algo, comenzaba a esfumárseme la ansiedad y me aventuraba a buscar algún idilio que me distrajera de mis obsesiones. En aquellas vigilias cometí muchos desatinos, pero no debo arrepentirme de ninguno de ellos. Fue así, por ejemplo, como conocí a Markus Magath, un señorón alemán que llevaba más de quince años viviendo en España y que merodeaba por los bares más salvajes de Madrid tratando de encontrar perversidades de las que no hubiera oído hablar o de enseñar a otros las que dominaba como un maestro. A pesar de su edad —que nunca supe con exactitud, aunque debió de nacer hacia 1943 o 1944—, conservaba apostura de caballero. Vivía en un ático de la calle Barbieri desde el que se divisaba un paisaje de tejados y azoteas hasta el horizonte. Aparte del cuarto de baño, separado del resto de la vivienda por una puerta de cristal traslúcido, la casa tenía una única pieza enorme que desempeñaba la función de dormitorio, salón, despacho, comedor, cocina y biblioteca, al estilo de los lofts neoyorquinos que por aquella época yo sólo había visto en algunas películas o en revistas de decoración. En el centro, rodeada por cuatro columnas de madera desbastada, había una cama muy grande, y tras ella, sobre un aparador negro que le servía de cabecera, se alineaban una serie de enseres y de herramientas eróticas —arneses, muñequeras, consoladores de diferentes tamaños, bolas chinas, látigos, estimuladores, cremas lubricantes, aceites, anillos genitales, preservativos y vibradores— que estaban siempre a la vista, incluso cuando Markus recibía una visita de protocolo.

2 comentarios

  • Only Bea enero 26, 2015en6:30 pm

    Tomo nota. A mí también me gusta esa mezcla de realidad y ficción, pero solo en este tipo de libros. Cuando se trata de libros históricos, no tanto, porque luego no sé que parte de la historia pasó en realidad.

  • Palimp enero 27, 2015en11:08 am

    Coincido contigo; no suelo leer casi nunca novela histórica porque me molesta el no saber si lo que cuentan está documentado o no.

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