Luis García Montero. Casi cien poemas.

enero 15, 2019

Luis García Montero, Casi cien poemas
Hiperión, 1997. 214 páginas.

La casualidad hace que lea estos poemas cuando acaban de nombrar al autor presidente del instituto Cervantes, lo que ha provocado algunas críticas basadas, sobre todo, a la fama de clientelismo en adjudicaciones de premios literarios. Por lo que he leído cierto es que hay cosas que no parecen todo lo transparente que se quisiera, pero tampoco he visto ninguna prueba fehaciente de las habladurías.

Pero todo esto no viene al caso de los textos, que una vez paridos por el autor tienen que defenderse solitos y al margen de consideraciones éticas. Son poemas de la experiencia, en la estela confesa de Gil de Biedma, y están muy bien definidos por este texto:

mi poesía es de un país humilde de la Europa mediterránea, con ciudadanos educados, pero muy vitalistas y enamoradizos, que limita al Norte con la vanguardia juvenil, al este con la poesía social, al oeste con la retórica clásica y al sur con el mar de las letras de tango o de bolero y con las canciones de Joaquín Sabina

Hay poemas hermosos, versos muy conseguidos y esa cercanía a las cosas cotidianas hacen que un paladar poco fino como el mío haya disfrutado mucho con la lectura. El ejemplar que he leído, de la biblioteca, tiene marcado con lápiz multitud de versos y en general he coincidido con quien hizo las anotaciones.

Recomendable.

Sospechan de nosotros. Ha pasado el primer autobús, y nos sorprende en el lugar del crimen, desatados los cuellos y las manos a punto de morir, abandonándose.
Nos da el alto la luz,
sentimos su revólver por la espalda,
demasiado indeciso,
su temblor en nosotros, encubierto
bajo el pequeño bosque de las sábanas.
¡Corre!
¡Coge el amor y corre cuerpo adentro!
Hay un desfiladero sin leyes en los labios,
un laberinto ardiendo de salidas.
Mira tu corazón o tu cintura,
ese castillo en alto
que mis muslos coronan como un lago de niebla.
¡Corre!
Atiende sólo al viento de la piel
pasando y regresando.
Y que suenen las ráfagas,
que suenen los disparos,
que las sirenas suenen a tu espalda.


Bajo la luz quemada,
tienen frío los ojos con que buscas
estas horas de octubre
y su jardín manchado de ginebra,
hojas secas, silencios
que de nosotros hablan al caerse.
Porque si ya no existe,
aunque nadie se ocupe de sus solemnidades,
hay noches en que llega la verdad,
ese huésped incómodo,
para dejarnos sucios, vacíos, sin tabaco,
como en un restaurante de sillas boca arriba
y a punto de cerrar.
—Nos están esperando.
Nada sé contestarte,
sólo que soy consciente de mi propia ironía,
porque el hombre es un lobo también consigo mismo
—Nos están esperando.
Negras y en alto, buitres silenciosos, nos esperan las nubes en la calle.


Tú me llamas, amor, yo cojo un taxi,
cruzo la desmedida realidad
de febrero por verte,
el mundo transitorio que me ofrece
un asiento de atrás,
su refugiada bóveda de sueños,
luces intermitentes como conversaciones,
letreros encendidos en la brisa,
que no son el destino,
pero que están escritos encima de nosotros.
[…]

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