Lechermeier y Poliakova. El circo mágico.

marzo 7, 2014

Lecermeier y Poliakova, El circo mágico
Edelvives, 96 páginas.

Comentaba no hace mucho con Sfer lo difícil que es encontrar buenos libros para niños. Si bien las ilustraciones son, en general, de un nivel sobresaliente, las historias no suelen estar a la altura.

El circo mágico consigue una perfecta mezcla entre ilustración e historias, una serie de cuentos acerca de un pequeño circo que llega a un pueblo y del que surgirán los números más extraños: el matematichucho, un perro matemático, la bailarina de la caja de música, la novie del viento e incluso el mismísimo demonio. En medio, la elegía del payaso triste y los diversos intentos de conseguir la pirámide más alta del mundo.

Original, poético y muy sugerente en ocasiones para el lector adulto, nos ha dado a mis peques y a mí muchas noches fabulosas.

Calificación: Muy bueno.

Ilustraciones: El circo mágico

Extracto (intenten adivinar de qué se está hablando aquí):

Cuando el hombre orquesta coincide con la mujer fanfarria

Cuando eran pequeños, crecieron sin compañeros: él, en lo más profundo del Mississippi, y ella, en las llanuras de Siberia.
Componían música para engañar al aburrimiento, tocando a su paso cualquier instrumento, y, como tenían una gran habilidad, el hombre orquesta
—pum catapún—
y la mujer fanfarria
—pum catapún
enseguida conocieron la gloría y la celebridad.
Por primera vez, para la ocasión,
aceptaron actuar juntos en una función.
Como su música entonaba a la perfección,
él sacó un violón.
Al compás,, ella cogió el acordeón,
mientras hacía vocalizaciones y exquisitas entonaciones.
Él, maravillado, aumentó el tempo y, para su lucimiento,
encadenó varios trémolos con la mandolina,
con el banyo varios solos
y con su Stradivarius los coros.
Ella, subyugada, lo dejó patidifuso con la lira, lo hechizó con la zampona, lo embrujó con el trombón.
Él, para no quedarse atrás,
tocaba la pandereta
y pulsaba delicadamente la espineta.
Después, improvisó unos sonidos que ella jamás había oído

con instrumentos que eran todo un descubrimiento:
EL CHINESCO,
LA CÍTARA DE JAVA,
EL GONG DE HONG KONG.
Ella, completamente transportada, entonaba músicas inexploradas, improvisaba melodías sincopadas, melopeas inacabadas.
Por desgracia, cuando, en plena sinfonía de cobres,
fagots y cornetas de pistones,
estaban llegando al climax, a la cima de su arte,
el hombre orquesta dio una nota discordante:
con una de las baquetas, golpeó de forma involuntaria
la gran caja de la mujer fanfarria,
que cogió una rabieta y rompió esa armonía extraordinaria.
Después de aquel batiburrillo, por más que él lloró al organillo
y se lamentó con la cornamusa, ella siguió sin aceptar sus excusas
y, fría como el hielo, terminó sola su pieza de violonchelo.
Y pese a los aplausos,
pese a los bravos, los vivas y los hurras, el hombre orquesta
—pum catapún—
y la mujer fanfarria
—pum catapun chimpun—
se fueron cada uno por su lado, llenos de rabia.

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