José Ignacio García Martín. La vida privada de dios.

febrero 14, 2014

José Ignacio García Martín, La vida privada de dios
InEditor, 2013. 338 páginas.

Vivimos dominados por los realities; hay tantos y de tan variado formato que amenazan con apoderarse de toda la televisión, en algunos canales ya lo han conseguido. Los personajes de este libro, a caballo entre Estados Unidos y España, se mueven como peces en el agua en el medio, vendiendo o comprando sus miserias.

Dora consigue, mediante un golpe de suerte, entrar en el mundillo gracias a Roy Power Huttunen, una estrella del cine Hollywood que está en la cárcel porque asesinato. En España a Sergio no le van muy bien las cosas y se jugará toda su carrera en un últim cartucho. En medio agentes televisivos sin escrúpulos, realities antiéticos como La ventana de la esperanza, donde los concursantes compiten para obtener un trasplante de órganos…

Seguramente no será el origen pero al leerlo me vino a la cabeza el magnífico cuento del autor Aleph 2.0, donde la televisión se convertía en una especie de reverso casposo del Aleph Borgiano.

Lo mejor las abundantes reflexiones acerca del medio y de la sociedad actual y el retrato descarnado de un medio sin escrúpulos.

Calificación: Bueno.

Extracto:
Hasta que emparentara con Gabriel y se viera obligado a soportarle por cortesía y respeto hacia su mujer, Sergio había creído que un sibarita era alguien que disfrutaba constantemente de la vida, ya que sabía sacarle el máximo provecho a sus gustos. Sin embargo, tras conocer a su suegro — sibarita declarado y jactancioso-, Sergio descubrió que los sibaritas eran personas a las que, básicamente, no les gustaba apenas nada, y entregaban sus días y sus fuerzas a refunfuñar por ello. Además, en las escasas ocasiones en que Gabriel reconocía estar disfrutando de cualquier cosa, solía utilizarlo como pretexto para presumir de que existía algo aún mejor y que, por supuesto, él lo había experimentado o probado. Le gustaba definirse como «Un amante de la buena mesa», así, usando exactamente esta expresión, igual que si fuera un folleto de información turística y como si pudiera haber alguien capaz de afirmar que amaba la mala mesa o la mala comida.
Esta actitud, por otra parte, solía desenmascarar el anhelo de pertenencia a una determinada posición social a la que la familia de Marta había aspirado siempre, si bien la realidad nunca había escalado tan alto como las intenciones. La pose refinada de Gabriel simbolizaba a la perfección el patetismo y el papanatismo de sus ínfulas clasistas. Era un aspirante a sibarita de clase media, un nuevo rico cuya sabiduría provenía más de oídas que de su verdadero bagaje como amante de la excelencia. Un sujeto cargante y antipático, en resumidas cuentas. Por esta razón, Sergio siempre sostuvo que el escepticismo crónico de Gabriel era un mecanismo de defensa para disimular la envidia que le provocaban las personas que eran capaces de disfrutar con las cosas más simples de la vida, y que no necesitaban que todo fuese perfecto para sentirse a gusto.

—Lo supongo. Pero, créame, yo amo este medio. Amo la televisión.
—Nadie ama la televisión.
-Siento discrepar, señor Larrinaga -de pronto se sentía francamente a gusto. Era la primera vez desde que abandonara VisiónTV que podía expresarse libremente sin miedo a censuras o miradas despectivas desde el fondo de unas gafas de montura verde-. Nadie admite amar la televisión. Pero todo el mundo la adora.
—Interesante —Larrinaga se sorprendió gratamente. Lo normal era tener que bregar con aduladores aficionados, muertos de hambre que se vendían por cuatro chavos a cambio de ver su nombre en un rótulo sobreimpreso en la pantalla. Sergio parecía defender su trabajo con pasión genuina.
—Verá. Lo que yo creo es que a algunos les ha venido muy bien que se inventara la televisión. Me refiero a que han encontrado en ella el chivo expiatorio perfecto, la excusa para justificar su mediocridad y su parasitismo. Se quejan de que la tele es aburrida, pero son ellos quienes no saben usarla. Se plantan cuatro o cinco, y hasta ocho horas delante del televisor y, claro está, cualquiera no se aburre así, ¿no cree? Si fueran realmente selectivos, si eligieran sus programas lo mismo que eligen la película que quieren ver en el cine o el plato que más les apetece del menú, todo sería diferente. Pero siempre es más fácil echarle la culpa a otro. Me temo que estamos empezando a importar los peores hábitos del otro lado del charco. Ya sabe, si contraemos un cáncer por fumarnos tres paquetes al día, denunciamos a la tabacalera. O si un camarero torpe nos mancha el traje al derramar una copa de vino, primero denunciamos al restaurante, luego al dueño de las bodegas y después al fabricante del quitamanchas.

2 comentarios

  • Nacho febrero 14, 2014en10:52 am

    Gracias por la reseña, maestro.

  • Palimp febrero 18, 2014en11:25 am

    De nada 🙂

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