John Collier. Fiesta en una botella.

enero 16, 2013

John Collier, Fiesta en una botella
Contraseña, 2011. 195 páginas.
Trad. Daniel gascón.

Supongo que la recomendación me vino por Sergi Bellver y desde aquí mi agradecimiento. Una colección de 15 cuentos acompañada de un prólogo de Iwasaki y un postfacio (antes prólogo) de Bradbury. Son los siguientes:

Fiesta en una botella
De mortuis
Onagra
sábado de lluvia
Dinero embrujado
Por el seguro
Ah, la universidad
Volver por Navidad
Otra tragedia americana
Azul oscuro
Por consiguiente refuto a Beelzy.
Bastante cuerda
En las cartas
El Diablo, George y Rosie
El aperitivo

Donde se encuantran verdaderas joyas y pasajes antológicos. Desde el comienzo de Otra tragedia americana, donde un joven pide a un dentista que le arranque todos los dientes (¿Con qué fin?) hasta las revelaciones progresivas de De mortuis y su inevitable final. En Onagra la gente vive en las grandes superficies escondiéndose del mundo, y en Por el seguro el gran amor de una pareja les lleva a suscribir un seguro que acabará por llevarles a la ruina. Me ha gustado mucho Dinero embrujado donde la ignorancia y codicia de unos aldeanos provoca, en primer lugar, una burbuja financiera en su pueblo y después…

Como muchos de los cuentos tienen sorpresa no quiero desvelar mucho de la trama. Les dejo una muestra completa al final, si les gusta, vayan a por el resto.

Calificación: Muy bueno.

Extracto:
El aperitivo

Alan Austen, nervioso como un gatito, subió unas escaleras oscuras y chirriantes del barrio de Pell Street y miró un buen rato el umbrío rellano antes de encontrar el nombre que buscaba, tenebrosamente escrito en una de las puertas.
Abrió esa puerta, como le habían dicho que hiciera, y se encontró en una habitación diminuta que no contenía más muebles que una fea mesa de cocina, una mecedora y una silla ordinaria. En una de las paredes de un tono beis sucio había un par de estantes, que albergaban aproximadamente una docena de botellas y frascos.
Un anciano estaba sentado en la mecedora, leyendo un periódico. Alan, sin decir una palabra, le entregó la tarjeta que le habían dado.
—Siéntese, señor Austen —dijo el anciano con extrema cortesía—. Encantado de conocerle.
—¿Es cierto —preguntó Alan— que vende una mezcla que tiene…, eh…, unos efectos extraordinarios?
—Querido señor —contestó el anciano—, mis existencias no son muy grandes. No comercio con laxantes ni con cosas para cuando los niños echan los dientes…, pero, con todo, tengo variedad. No creo que nada de lo que venda tenga efectos que puedan describirse como ordinarios.
—Bueno, la cosa es… —empezó Alan.
—Aquí, por ejemplo —le interrumpió el anciano cogiendo una botella del estante—. Aquí hay un líquido tan incoloro como el agua, casi insípido, imperceptible en el café, la leche, el vino o cualquier otra bebida. También resulta indetectable para cualquier método conocido de autopsia.
—¿Quiere decir que es un veneno? —chilló Alan, horrorizado.
—Llámelo fluido limpiador si quiere —dijo con indiferencia el anciano—. Las vidas necesitan limpieza. Llámelo quitamanchas. «Fuera, condenada mancha.» ¿Eh? «Llama fugaz, extínguete.»
—No quiero nada de eso —dijo Alan. —Probablemente es mejor así —dijo el anciano—. ¿Sabe qué precio tiene? Por una cucharadita, que es suficiente, pido cinco mil dólares. Nunca menos. Ni un penique.
—Espero que no todos los preparados sean tan caros —dijo con aprensión Alan.
—Oh, no, por Dios —dijo el anciano—. No sería bueno que cobrara esa clase de precio por una poción amorosa, por ejemplo. Los jóvenes que necesitan una poción amorosa pocas veces tienen cinco mil dólares. Si así fuera, no necesitarían una poción amorosa. —Me alegro de oírle decir eso —dijo Alan. —Yo lo veo así —dijo el anciano—: contenta a un cliente con un artículo y volverá cuando necesite otro. Aunque sea más caro. Ahorrará para tenerlo si hace falta. —Entonces —dijo Alan—, ¿de verdad vende pociones amorosas?
—Si no vendiera pociones amorosas —dijo el anciano, alargando la mano hacia otra botella—, no le habría mencionado el otro asunto. Solo cuando uno está en posición de hacer un favor puede transmitir una información confidencial.
—Y esas pociones —dijo Alan— no son solo, solo…
—Oh, no —respondió el anciano—. Sus efectos son permanentes y se extienden mucho más allá de un mero impulso superficial. Pero lo incluyen. Oh, sí, lo incluyen. Pródigamente. Insistentemente. Eternamente.
—¡Cielo santo! —dijo Alan, mientras intentaba ofrecer una expresión de distancia científica—. ¡Qué interesante!
—Pero tenga en cuenta el aspecto espiritual.
—Lo hago, de hecho —dijo Alan.
—En vez de indiferencia —dijo el anciano—, producen devoción. En vez de desdén, adoración. Dele una minúscula cantidad a la joven señorita —su sabor es imperceptible en un zumo de naranja, una sopa o un cóctel—, y por alegre y marchosa que sea cambiará completamente. No querrá nada más que la soledad y a usted.
—Apenas puedo creerlo —dijo Alan—. Le gustan tanto las fiestas…
—Dejarán de gustarle —dijo el anciano—. Tendrá miedo de cualquier chica guapa que usted pueda encontrar.
—¿De verdad tendrá celos? —gritó Alan, extasiado—. ¿De mí?
—Lo hará cuando lo tome. Se preocupará mucho, usted será el único interés de su vida.
—¡Maravilloso! —chilló Alan.
—Sí —dijo el anciano—. ¡Con qué atención cuidará de usted! Nunca le permitirá estar cansado, sentarse donde haya corriente, descuidar su alimentación. Si llega una hora tarde, estará aterrorizada. Pensará que le han matado o que lo ha atrapado una sirena.
—Me cuesta imaginar que Diana pueda ser así —dijo Alan.
—No tendrá que usar su imaginación —dijo el anciano—. Y, por cierto, como siempre hay sirenas, si por casualidad usted, más tarde, fuera a resbalar un poco, no tendrá que preocuparse. Le perdonará. Al final. Se sentirá terriblemente herida, por supuesto, pero le perdonará… al final.
—Eso no ocurrirá —dijo Alan con fervor.
—Por supuesto que no —respondió el anciano—. Pero, si lo hace, no debe preocuparse. Nunca se divorciará de usted. ¡Oh, no! Y, por supuesto, nunca le dará el menor motivo para… no el divorcio, por supuesto: ni siquiera la intranquilidad.
—¿Y cuánto —preguntó Alan—, cuánto cuesta ese maravilloso preparado?
—No es tan caro como el quitamanchas —dijo el anciano—, como creo que hemos acordado en llamarlo. No. Eso cuesta cinco mil dólares, ni un penique menos. Uno debe ser más viejo que usted para disfrutar con esa clase de cosas. Hay que ahorrar un poco.
—Pero ¿la poción amorosa?
—Oh, eso —dijo el anciano, mientras abría el cajón de la mesa de la cocina y sacaba un vial minúsculo y de aspecto más bien sucio—. Solo vale un dólar.
—No puedo expresar lo agradecido que estoy —dijo Alan, observando cómo lo llenaba.
—Me gusta hacer favores —dijo el anciano—. Después los clientes vuelven, cuando su vida está más avanzada y ellos son más pudientes, y quieren cosas más caras. Aquí lo tiene. Lo encontrará muy efectivo.
—Gracias de nuevo —dijo Alan—. Adiós.
—Au revoir— dijo el anciano.

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