Jerome K. Jerome. Tres hombres en una barca.

noviembre 23, 2011

Planeta, 1982. 210 páginas.
Jerome K. Jerome, Tres hombres en una barca
Por no mencionar al perro

Tenía muchas ganas de conseguir este libro. Tenía una versión electrónica incompleta (que pueden encontrar aquí: Jerome K. Jerome) tan tramposa que incluye la palabra ‘FIN’ cuando en realidad no es ni la cuarta parte. Después de leerme cuatro veces Por no mencionar al perro, de Connie Willis (por cierto traducido por Rafael Marín, a quien acabo de reseñar) quería ver su inspiración. Pues bien, me lo encontré gratis en el sitio de intercambio de la piscina.

Tres amigos deciden pasar unos días haciendo un viaje río arriba en una barca. Lo que parece ser un buen plan se irá complicando: un equipaje desmesurado, dificultades para montar la lona que les protegerá de la lluvia, problemas con las esclusas… todo ello aderezado con recuerdos de otros viajes y reflexiones sobre la vida.

EL mejor halago que se le puede hacer a un libro de humor es que haga gracia. Lo he leído con una sonrisa permanente en los labios y más de una carcajada, lo que quiere decir que ha envejecido muy bien. El tono me ha recordado a algunas obras de Wenceslao Fernández Flórez. ¿Quién ha dicho que los clásicos son aburridos? Si quieren disfrutar de una buena lectura, súbanse a esta pintoresca barca.

Calificación: Muy bueno.

Un día, un libro (84/365)

Extracto:
Recuerdo que un amigo mío compró una vez en Liverpool un par de quesos. Eran unos quesos espléndidos, maduros y blandos, con un perfume de una potencia de doscientos caballos de vapor, un alcance garantizado de tres millas y el poder de derribar a un hombre a una distancia de doscientas yardas. Yo me encontraba entonces en Liverpool, y mi amigo me preguntó si no me importaba llevármelos conmigo a Londres, porque él tenía que quedarse un par de días más y pensaba que los quesos no debían quedarse mucho tiempo.
–Oh, encantado, querido –respondí–. Encantado.
Recogí los quesos y me los llevé en un coche de alquiler. Era un aparato desvencijado, arrastrado por un animal patizambo, asmático y sonámbulo a quien su dueño, en un momento de charlatán entusiasmo, describió con el nombre de caballo. Puse los quesos encima e iniciamos la marcha, bamboleándonos de forma que hubiera enorgullecido al más veloz de los vapores, y tan alegres como un tañido funerario, hasta que llegamos a la primera esquina. Allí, el cambio en la dirección del viento llevó el aroma de los quesos hasta el corcel. El animal despertó y, con un relincho de terror, alcanzó una velocidad de tres millas por hora. El viento seguía soplando hacia él, y antes de llegar al final de la calle ya se había lanzado hasta casi alcanzar las cuatro millas por hora, dejando muy atrás a todos los tullidos y a las ancianas gordas.
Para sujetarle en la estación, el conductor tuvo que recurrir a la ayuda de dos mozos, y aún así no creo que lo hubieran conseguido de no ser por la presencia de ánimo de uno de ellos, que le cubrió la nariz con un pañuelo y quemó un pedazo de papel de estraza.
Saqué el billete y ascendí, orgulloso, hasta el andén, mientras la gente se apartaba respetuosamente a ambos lados. El tren estaba completamente lleno, y tuve que meterme en un departamento donde ya había siete personas. Penetré en él a pesar de las protestas de un anciano y áspero caballero y, tras depositar los quesos en la red de equipaje, me instalé a empujones, sonriendo amablemente, y comenté que hacía bastante calor. Al poco rato, el anciano caballero empezó a dar señales de inquietud.
–Esto está muy cargado –dijo.
–Muy opresivo –dijo su vecino de asiento.
Ambos empezaron a olisquear, y al tercer venteo captaron directamente el aroma, se levantaron y, sin pronunciar una sola palabra, salieron. Después se levantó una corpulenta anciana que, tras comentar que era lamentable martirizar de tal forma a una señora casada y respetable, recogió una maleta y ocho paquetes y se fue. Los cuatro pasajeros restantes aún permanecieron un rato sentados, hasta que un hombre de aspecto solemne, situado en un rincón, cuya apariencia general y forma de vestir parecían indicar su pertenencia al gremio de las pompas fúnebres, dijo que aquello le recordaba a un lactante muerto. Los otros tres pasajeros trataron de salir por la puerta al mismo tiempo, produciéndose algunas lesiones.
Sonreí al caballero de negro y le dije que parecía que íbamos a tener todo el departamento para nosotros solos. El, por su parte, rió amablemente y comentó que la gente se preocupa demasiado por tonterías. Cuando nos pusimos en marcha, sin embargo, pareció deprimirse profundamente, así que al llegar a Crewe le invité a tomar una copa. Aceptó, nos abrimos camino a empujones hasta el buffet, donde gritamos, pateamos y agitamos los paraguas durante un cuarto de hora, hasta que una joven dama se acercó y nos preguntó si queríamos algo.
–¿Qué quiere? –dije, volviéndome hacia mi amigo.
–Media corona de brandy, sin agua, si no le importa, señorita –respondió.
Y, tras bebérselo todo, se marchó silenciosamente y se metió en otro vagón, cosa que me sentó bastante mal.
A partir de Crewe tuve el departamento a mi entera disposición, a pesar de que el tren iba atestado. Cuando nos deteníamos en alguna estación, los nuevos viajeros, viendo el departamento vacío, se lanzaban hacia él.
–¡Aquí, María! ¡Hay sitio de sobra!
–Muy bien, Tom. ¡Vamos allá!
Y corrían a toda prisa, transportando pesadas maletas, y se agolpaban ante la puerta, tratando de entrar los primeros. En cuanto uno de ellos abría la puerta y subía las escaleras, se desplomaba de espaldas en los brazos del que le seguía. Todos metían la cabeza, husmeaban y se marchaban para penetrar a empujones en otro departamento o pagar la diferencia e instalarse en primera.
Al llegar a Euston llevé los quesos a casa de mi amigo. Cuando su esposa entró en la habitación, husmeó un instante a su alrededor. Después dijo:
–¿Qué ocurre? No me oculte nada.
Yo dije:
–Son quesos. Tom los compró en Liverpool y me pidió que se los trajera.
Y añadí que esperaba comprendiera que yo no tenía nada que ver con todo aquello, a lo que me respondió que no le cabía duda, pero que ya hablaría con Tom sobre el asunto a su regreso.
Mi amigo se vio obligado a permanecer en Liverpool más tiempo del previsto, y tres días más tarde, como todavía no había vuelto, su esposa vino a verme. Dijo:
–¿Qué instrucciones le dio Tom sobre los quesos?
Le respondí que su esposo había dispuesto que los conservasen en un lugar húmedo y que nadie los tocase.
Ella dijo:
–No es probable que los toque nadie. ¿Los olió Tom? Le dije que creía que sí, y añadí que Tom parecía tenerles gran cariño.
–¿Cree que se disgustaría si le diese un soberano a alguien para que se los llevara y los enterrara?
Respondí que, en mi opinión, su esposo no volvería jamás a sonreír.
De repente se le ocurrió una idea. Me dijo:
–¿No le importaría guardárselos usted? Se los enviaré.
–Señora –respondí–, a mí, personalmente, me agrada el olor del queso, y siempre recordaré mi viaje del otro día con los quesos de Liverpool como el final feliz de unas agradables vacaciones. En este mundo, no obstante, tenemos también que tomar en consideración a los demás. La dama bajo cuyo techo tengo la honra de residir es viuda, y tengo entendido que quizás también huérfana. Se resiste con vigor, y hasta con elocuencia, a que abusen de ella. Tengo la intuición de que consideraría la presencia de los quesos de su esposo en la casa como un abuso. Y no quiero que se pueda decir de mí que he abusado de viudas y huérfanos.
–Le comprendo –dijo la esposa de mi amigo, poniéndose en pie–. No me queda más que una solución: irme con los niños a un hotel hasta que alguien se coma los quesos. Me niego a convivir un instante más con ellos.
Cumplió su palabra, dejando el lugar a cargo de la asistenta, que, preguntada si podía soportar el olor, respondió: «¿Qué olor?»
Cuando la acercaron al queso y le pidieron que oliera bien, dijo que detectaba un leve olor a melón. De aquí se dedujo que el ambiente no podía perjudicarla gravemente, y fue abandonada en la casa.
La cuenta del hotel no bajó de quince guineas. Mi amigo, tras hacer sus cálculos, llegó a la conclusión de que los quesos le habían costado ocho chelines y seis peniques la libra. Dijo que el queso le entusiasmaba, pero que no podía permitirse tal lujo, por lo que había decidido librarse de ellos. Los tiró al canal, pero tuvo que repescarlos, porque los barqueros protestaron. Dijeron que sentían desvanecimientos. Después los llevó, aprovechando la oscura noche, al cementerio parroquial, pero el párroco los descubrió y organizó un gran escándalo.
Dijo que era un complot para privarle de sus medios de vida resucitando a los muertos.
Mi amigo se libró finalmente de ellos llevándolos a un pueblecito costero y enterrándolos en la playa. El lugar se hizo bastante famoso. Los visitantes decían que hasta entonces nunca se habían dado cuenta de lo fuerte que era el aire, y muchos años después seguían acudiendo tuberculosos y otros enfermos de los pulmones.

3 comentarios

  • ericz noviembre 23, 2011en3:08 pm

    Leí este libro en su edición de la colección amarilla Robin Hood (es una coleccióm mítica en Argentina) apenas terminado el secundario creo, o sea era un lector bastante novicio. Me reí tanto que no podía seguir. Cuando intentan abrir la lata con el mástil vino toda la familia a ver que me pasaba (yo tirado en el piso sin aliento porque me reí tanto que no podía respirar).

  • arrebatps noviembre 23, 2011en10:00 pm

    Leí esta novela hace un par de décadas, más o menos. Recuerdo vágamente la trama y los personajes, pero lo que no he olvidado ni creo que lo haga es la sensación de ser observado en el metro por culpa de las carcajadas que me provocó. Está claro que los rostros sombríos y la mala leche a las ocho de la mañana no toleran que alguien se ría de esa forma.

  • Palimp noviembre 30, 2011en6:24 pm

    Me alegra coincidir con vosotros en la diversión de este libro.

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