James Ellroy. L.A. Confidential.

febrero 2, 2012

James Ellroy, LA Confidential
Biblioteca El Mundo, 2002. 350 y 254 páginas.
Tit. Or. L.A. Confidential. Trad. Carlos Gardini.
Corrupción en Hollywood

El caso es que yo tenía la sensación de haber visto la película basada en este libro, pero ni leyéndolo me ha venido la historia a la cabeza. No sé si es que no la he visto o mi memoria es peor de lo que pensaba.

A través de los ojos de tres policías completamente diferentes entre sí (uno que intenta superar a su padre y que oculta una cobardía de guerra, otro que intenta superar una adicción y al que le gusta figurar y el último un poli duro obsesionado con el maltrato a las mujeres) iremos descubriendo los trapos sucios de una ciudad famosa por ser la fábrica de sueños.

Líbreme dios de criticar a un clásico del género negro, pero a mis ojos esta novela tiene bastantes fallos y no es el menor lo enrevesado de la trama, que cuesta en ocasiones seguir y no porque de la impresión de ser un recurso narrativo, sino por falta de capacidad del autor.

Sin embargo en la segunda parte -esta edición está dividida en dos volúmenes- la cosa se animó, la personalidad de los protagonistas se fija un poco, y en general, acabó gustándome. No es que crea que está exenta de errores, sino que los aciertos los compensan y el balance, para mí, es positivo.

Pueden encontrar una buena reseña aquí: L.A. Confidential.

Calificación: Bueno.

Un día, un libro (155/365)

Extracto:
El sargento Exley ordenó a White que lo dejara; White ignoró la orden; el sargento Exley sintió alivio cuando el prisionero se escabulló eliminando la necesidad de nuevas confrontaciones.
Ed torció la cara, siguió escribiendo: 25/12/51, los abusos de fuerza en los calabozos de la Central descritos con detalle. Probable intervención de un gran jurado, juntas interdepartamentales, la ruina del prestigio del jefe Parker. Una hoja nueva, observaciones sobre los presos que habían sido testigos, la mayoría encerrados por ebriedad. El hecho de que casi todos los policías habían bebido en exceso. Ellos eran testigos interesados; él estaba sobrio, era imparcial, había intentado dominar la situación. Necesitaba una salida ágil; el Departamento tenía que salvar su prestigio; las autoridades sentirían gratitud hacia el hombre que intentaba evitar la mala prensa, que había tenido la previsión de anticiparse a las consecuencias. Escribió la versión número dos.
Una digresión sobre la número uno; la acción concentrada en la responsabilidad de unos pocos: Stensland, Johnny Brownell, Bud White y un puñado de hombres que ya habían ganado su pensión o estaban por ganarla: Krug-man, Tucker, Heineke, Huff, Disbrow, Doherty. Carnada para arrojar a la Fiscalía si subía la fiebre acusatoria. Un punto de vista subjetivo, adaptado para coincidir con lo que habían visto los borrachos prisioneros, los atacantes que intentaban huir de su bloque para liberar a otros internos. La verdad apenas distorsionada: imposible que otros testigos la negaran. Ed firmó, escuchó por el conducto preparándose para la versión número tres.
Llegó lentamente. Voces urgiendo a Stensland a «despertarse para otra sesión»; White se marchó de las celdas, mascullando que era un desperdicio. Krugman y Tucker aulla-
ron insultos; les respondieron gimoteos. No más sonidos de White o Johnny Brownell; Lentz, Huff, Doherty recorriendo el pasillo. Sollozos y lamentos en español, una y otra vez.
6.14 de la mañana.
Ed escribió la versión número tres: ningún gimoteo, ningún «madre mía», los mexicanos incitando a otros internos. Se preguntó cómo calificaría su padre esos delitos: colegas atacados, los atacantes aporreados. ¿Cuál exigía justicia absoluta?
El ruido disminuyó; Ed intentó dormir pero no pudo; metieron una llave en la cerradura.
El teniente Frieling, pálido, temblando. Ed lo apartó, caminó por el corredor.
Seis celdas abiertas de par en par, las paredes embadurnadas de sangre. Juan Carbijal en su litera, una camisa empapada de sangre bajo la cabeza. Clinton Valupeyk enjugándose la sangre de la cara con agua del retrete. Reyes Chasco, una contusión gigante; Dennis Rice tratando de mover los dedos: hinchados, rotos. Dinardo Sánchez y Eze-kiel García acurrucados junto a la celda de los borrachos.
Ed pidió ambulancias. Las palabras «Hospital del Condado» casi le hicieron vomitar.

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