Héctor Abad Faciolince. El olvido que seremos.

diciembre 23, 2016

Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos
Seix-Barral, 2007, 2008. 276 páginas.

Comentaba hace poco un amigo en goodreads una frase de Oscar Wilde que viene a decir que no hace falta beberte toda la botella para saber si te gusta el vino. A las cuatro páginas de este libro ya tenía una opinión formada que se confirmó hasta el final.

Pero a ver quien es el guapo que ante un libro autobiográfico, que narra sucesos tan dolorosos como la muerte de una hermana por cáncer y el asesinato de un padre, se atreve a poner peros por cuestiones de estilo.

Se vende como seguidor de aquella carta al padre de Kafka, y está en las antípodas. Donde Kafka acusaba con crudeza a su progenitor, aquí se le dedica una cantidad tan exagerada de elogios que resulta empalagosa. Mientras que aquella era literatura en estado puro, aquí encontramos una narración justita.

Ni siquiera queda el recurso de leer entre líneas o buscar interpretaciones alternativas, porque no es ficción, sino biografía. Hay alguna página buena que demuestra que el autor sabe escribir bien, pero no sé si cegado por el amor a su padre se le olvida en el resto del libro.

Resumiendo, se me hizo eterno, aunque soy el único. En todas partes encontrarán elogios desmesurados, algunos de nombre ilustre como Vargas Llosa o Manuel Rivas. Aquí no.

Esos rosarios eran espantosos, como una procesión de feligreses estragados, como una corte de los milagros, como una escena de película de Semana Santa cuando los enfermos y los lisiados, los ciegos y los leprosos se acercaban a Cristo para que los sanara, pues venía también la adúltera, la pecadora, una lejana pariente, una mujer desgraciada y sin nombre, perdida para siempre pues había abandonado a su esposo y a sus hijos, y se había fugado a una finca con otro, una finca ganadera por Montería, hasta que este otro, el concubino, la había repudiado a ella, y entonces ya se quedó sin nada, se quedó sin el pan y sin el queso, decían las mujeres, y había vuelto, pero ya nadie la había recibido y lo único que podía hacer era rezar y rezar rosarios toda la vida a ver si algún día mi Dios se apiadaba de ella, y le perdonaba el acto abominable que había tenido el descaro de cometer, pero la trataban mal, tenía que sentarse atrás, muy atrás, confundida con las muchachas del servicio, con la cabeza gacha, demostrando humildad, y las demás mujeres a duras penas la miraban, la saludaban de lejos con un movimiento de las cejas, sin invitarla jamás al Costurero del Apostolado, como si temieran que el pecado que ella había cometido, el adulterio, pudiera ser contagioso, más contagioso que la lepra, la gripa y la tuberculosis.
Y también estaba Rosario, que hacía obleas y mojicones, y Martina la planchadora, que olía a engrudo, y la hija de Martina la planchadora que tenía un retardo mental y labio leporino, Marielena, que había tenido tres hijos en la calle, de tres tipos distintos, porque a los machos remachos no les importa si se acuestan con un genio o con una imbécil, siempre lo quieren meter, basta que sea un hueco aromáti-
co y caliente, y Martina la planchadora, harta de las desapariciones de Marielena con sus machos arrechos, había cogido a los niños y se los había dado en adopción a unos canadienses, pues pensaba que Marielena ya volvería preñada de nuevo, y para qué tantos nietos, pero no había sido así y ahora a los hijos y nietos sólo los veían en postales los diciembres pues les llegaban fotografías de los niños en Navidad, unos niños canadienses rodeados de nieve y de bienestar, unos niños ajenos que se habían blanqueado con el frío y cuyos padres mandaban postales sin dirección del remitente, Merry Christmas, sólo el sello de Vancouver y las estampillas de Canadá con la imagen de la reina de Inglaterra, que revelaban el país y el sitio, pero no la casa donde ahora los niños vivían como ricos, mientras Martina la planchadora y su hija vegetaban aquí, solas y pobres, cada vez más viejas y más solas ambas, y ya Marielena con las trompas ligadas, porque así había vuelto la última vez que se voló con un hombre, estéril para siempre, por lo que ambas se quedaron solas y seguirían remendando y planchando solas y almidonando manteles y servilletas de lino solas y para nadie hasta que les aguantaran los dedos y los ojos.

Un comentario

  • C.Martín enero 19, 2017en11:35 pm

    Hala, pues con lo que le había costado subir en la pila vuelvo a ponerlo el último.
    Pero lo leeré… algún día…xd.

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