Guido Davido Bonino (Sel.). Relatos Italianos del siglo XX.

diciembre 17, 2012

Alianza Editorial, 1974. 460 páginas.
Trad. Mª Esther Benítez y José Antonio Sánchez Ferlosio.

Varios, Relatos Italianos del siglo XX
Esplendorosa Italia

Confieso de nuevo mi predilección por estas recopilaciones que, al igual que los menús desgutación de los restaurantes, permiten probar el sabor de muchos autores diferentes. La gran mayoría totalmente desconocidos para mí. La lista es la siguiente:

Massimo Bontempelli, Joven alma crédula
Ardengo Soffici, Escena cómica en un parque
Federigo Tozzi, Alma juvenil
Aldo Palazzeschi, El día y la noche
Alberto Savinio, Casa «La Vida»
Cario Emilio Gadda, Anastomosis
Corrado Alvaro, Madre de pueblo
Anna Banti, Los cerdos
Giovanni Comisso, Tierra de buena gente
Gianna Manzini, Una quieta vorágine
Arturo Lorio, El espectáculo
Francesco Jovine, La revuelta
Diño Buzzati, Los siete mensajeros
Mario Soldati, Mi amigo jesuíta
Alberto Moravia, Dejar a Matilde
Vitaliano Brancati, Una velada inolvidable
Antonio Delfini, El novio
Tommaso Landolfi, La mujer de Gogol
Elio Vittorini, Nombre y lágrimas
Cesare Pavese, Historia secreta
Romano Bilenchi, Diño
Ennio Flaiano, Ciento y una noches
Anna María Ortese, Un par de gafas
Giorgio Bassani, El olor del heno
Natalia Ginzburg, La madre
Cario Cassola, El hombre y el perro
Pier Antonio Quarantotti Gambini, En las salinas
Elsa Morante, El hombre de las gafas
Leonardo Sciascia, Giufá
Domenico Rea, Tuppino
Beppe Fenoglio, Viejo Blister
Giorgio Manganelli, El Rey
Italio Calvino, La espiral
Oreste Del Buono, Un mínimo de piedad
Goffredo Parise, Niño
Alberto Arbasino, Agosto, Forte dei Marmi

Lo que más me ha sorprendido es la gran calidad general de los relatos y la variedad de estilos. Lo que demuestra que no todo es neorrealismo y que además de los grandes nombres que llegan a trascender (Moravia, Calvino, Pavese, Sciascia,…) hay otros que no desmerecen.

También son encomiables las introducciones que brevemente nos dan un apunte biográfico del autor y unas pinceladas del estilo:

Federigo Tozzi

Desaparecido en Roma el domingo de Pascua de 1920 a los treinta y siete años, Federigo Tozzi dejó dos novelas —Con gli occhi chiusi y Tre Croci, impresa mientras estaba muriendo— que llevan la marca clara, inequívoca, de la obra maestra. Son dos libros duros, ásperos basta la angustia, en los que se trenzan los dolientes destinos de criaturas ahogadas por la ansiedad de una vida sin luz.

El mismo ambiente y el mismo registro priman en los relatos, con la añadidura de una tensión a la que se ha llamado «expresionista», tendente a iluminar paisaje y personajes —uno y otros elegidos siempre dentro del ámbito de lo humilde y lo cotidiano, entre provincia y campiña— con relámpagos inesperados. En estas historias breves Tozzi despoja su idea de la vida y del arte de toda superestructura, de toda inútil decoración, e incide aún más a fondo en lo trágico de la existencia, en el dolor oculto tras las apariencias naturales, en hombres y objetos.

Ojalá tuviera yo esa capacidad descriptiva.

No es un libro fácil de encontrar, pero es muy recomendable.


Extracto:[-]

El licenciado Montesoli no le había confiado a nadie su secreto, ni siquiera a su mujer, Esmeraldina, la cual lo único que notaba es que el marido dormía cada vez menos; siempre tenía alguna otra cosa que hacer, cosas nuevas y cada vez mayores, por la noche antes de acostarse; y por la mañana, como molestado por algún pensamiento fastidioso, se despertaba sobresaltado antes de que fuese de día y saltaba de la cama como si le pareciese un pecado permanecer en ella un momento más. «Los dichosos negocios, a los que estaba tan atado, no le consentían siquiera dormir lo indispensable para un hombre.»

A veces había pensado que el suyo no era más que un fenómeno naturalísimo de la técnica; él era sobre todo un técnico, un teórico, y esto lo elevaba por encima del bien y del mal durante el sueño. La técnica, que en su dramática frialdad corroe el alma y el corazón. Cosa que bajo tal aspecto le parecía de absoluta normalidad.
—A los hermanos Gori bien los has enriquecido ya, podrías concederte alguna hora de descanso —repetía Esmeraldina con una pizca de malicia.

Al saltar de la cama el licenciado Montesoli se preguntaba: «¿soy verdaderamente un hombre honrado?».
Una vez, tiempo atrás, había resuelto recurrir a un médico, pero nunca se había decidido a ir. No se había sentido con valor para pronunciar aquella palabra, que durante el día se le atravesaba en la garganta, ni siquiera ante un científico, quien probablemente habría sabido descubrir el misterio, esclarecer el equívoco. «¿Cómo puede surgir en la mente de un hombre honrado, y con tanta insistencia, la idea del robo?» Aunque fuera en sueños. Si durante la noche se despierta en él tal idea correteando a su antojo, quiere decir que por el día dormita dentro de él agazapada en un rincón.

El licenciado Montesoli se acostaba cada vez más tarde por la noche y se levantaba cada vez más pronto por la mañana.

—Ha empezado a padecer de insomnio a fuerza de pensar en los negocios de los demás también por la noche, este mameluco —repetía Esmeraldina sin poder contener su contrariedad—: como si no bastase lo que hace por ellos durante el día. La implacable Esmeraldina no amainaba ni se concedía descanso. —Está con agotamiento nervioso por culpa de esos truhanes que no hacen más que divertirse y pasarlo bien a costa de sus sacrificios y de su ingenio.
Los hermanos Gori le daban a su magnífico administrador una retribución muy generosa y ante el temor de perderlo le concedían abundantes gratificaciones y aumentos, elevando así su participación en los beneficios de la empresa, pero ya se entiende que el grueso de las ganancias eran para ellos. Cada uno de ellos vivía en un piso de lujo con criados, mientras que su administrador tenía que conformarse con un piso modesto y con una sola chica de servicio. Tenían coches grandes y bonitos que conducían ellos mismos, cuando les apetecía, y cuando no el mecánico, el cual abría la puerta y se quedaba con la gorra en la mano mientras las señoras Gori, muy pintadas y perfumadas, montaban con una desenvoltura que denotaba engreimiento. El licenciado Montesoli tenía un «topolino» * que siempre tenía que conducir él mismo. A propósito de este cochecito hay que contar una anécdota: la señora Niní, madre de Esmeraldina y que vivía con la hija y con el yerno, pesaba sólo noventa kilos, pero cualquiera al verla habría jurado que pesaba el doble; su impresionante corpulencia destacaba de manera especial en virtud de un culazo que en nuestros días bien podríamos llamar mitológico y que, en relación con la madre naturaleza, no sabría uno si considerarlo como un enorme disparate o como una obra de arte. Por culpa de semejantes desproporciones, la señora Niní no podía utilizar el «topolino» —un elefante no puede entrar en un ratón—, de lo cual se quejaba, llorando a moco tendido, no porque quisiera salir por ahí con cualquier excusa fútil o sencillamente de callejeo, sino por no poder ir a derramar lágrimas y flores sobre la tumba de su pobre marido.

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