Gilbert K. Chesterton. Autobiografía.

noviembre 14, 2011

Acantilado, 2003. 396 páginas.
Tit. or. Autobiography. Trad. Olivia de Miguel.
Gilbert K Chesterton, Autobiografía
Mundo interior

Teniendo tantos escritores que me gustan, me despisto un momento, y me editan un montón de cosas suyas, sobre todo en Acantilado. Como intento comprarme menos libros, al menos me los compro nuevos, y buenos.

El libro recoge un montón de anécdotas jugosas sobre la vida de Chesterton, muchas de sus opiniones, sus relaciones con otros intelectuales de la época, sus asuntos personales, el modelo del Padre Brown, el origen de algunas de sus principales obras…

Admirador como soy del autor no hace falta que diga que lo he leído con mucho interés. Pero si tengo que destacar algo es la importancia que da Chesterton a lo que podríamos mundo interior. Destaca mucho más sus pensamientos y sus discusiones con Shaw o Russell que viajes, cargos o trabajos. Para él es más importante su evolución intelectual que la laboral. Y en esto, como en tantas cosas suyas, me siento reflejado, y me cito:

Muchas veces comento en esta bitácora como ha llegado el libro a mi poder, que expectativas tenía, la impresión que me causó, de la misma manera que uno cuenta como conoció a su pareja, amigos, etcétera. La lectura conforma una vida paralela con las mismas sorpresas, ilusiones, decepciones y monotonías que los quehaceres cotidianos. A menudo, ante la pregunta de ¿Cómo te va la vida? tentaciones he tenido de responder así: ‘Bien, he estado de vacaciones en Sevilla, he cambiado de trabajo, y he descubierto a Roberto Bolaño’. Que mis modestos acontecimientos literarios no interesen a nadie no quiere decir que tengan menor influencia en mi vida.

Este libro me confirma que una discusión con Chesterton duraría toda la vida.

Calificación: Muy bueno.

Un día, un libro (75/365)

Extractos:
Nací de padres respetables pero honestos, es decir, en un mundo en el que la palabra «respetabilidad» aún no era sólo un insulto, sino que todavía conservaba una débil conexión filológica con la idea de ser respetado. Es cierto que, incluso en mi propia juventud, el sentido de la palabra ya había comenzado a cambiar, según se desprendía de una conversación entre mis padres en que usaban el término en sus dos acepciones. Mí padre, un hombre sereno, con humor y muchas aficiones, comentó de pasada que le habían pedido que formara parte de la junta parroquial, lo que por aquel entonces se llamaba The Vestry. Al oírlo, mi madre, que era más rápida, inquieta y en general más radical en sus impulsos, lanzó una especie de alarido de dolor y dijo: «¡Oh Edward, no lo hagas! ¡Te volverás respetable! Nunca hemos sido respetables y no vamos a empezar a serlo ahora.» Y recuerdo cómo mi padre le respondió apacible: «Querida, dibujas un panorama bastante sombrío de nuestras vidas cuando dices que no hemos sido respetables ni un solo momento.» Los lectores de Orgullo y Prejuicio percibirán algo de Mr. Bennet en mi padre, pero, en cambio, no hallarán nada de Mrs. Bennet en mi madre.

A nosotros, él nos parecía, por supuesto, el Hombre de la llave dorada, un mago que abría las verjas de los castillos de los duendes y los sepulcros de los héroes muertos, con lo que no era incongruente llamar linterna mágica a su linterna. Sin embargo, durante todos aquellos años, el mundo, e incluso los vecinos de al lado, le tenían por un hombre de negocios digno de confianza y capaz, pero desprovisto de ambición. Fue una magnífica primera lección en lo que también es la última lección de la vida: en todo lo importante, el interior es mucho mayor que el exterior. En resumen, me alegro de que nunca fuese un artista. Ello podría haberle impedido ser un amateur. Podría haber estropeado su carrera, su carrera personal. Nunca habría conseguido un vulgar éxito en las miles de cosas que con tanto éxito hacía.

Desde entonces, ese conspicuo mechón canoso se ha diluido en una armonía blanca y gris, y lo que un día fue nuevo se ha tornado antiguo. Pero creo que en el impresionismo había un significado espiritual relacionado con esta era de escepticismo. Quiero decir que ilustraba el escepticismo en lo que tiene de subjetivismo. Su principio era que si lo único que se veía de una vaca era una línea blanca y una sombra púrpura, sólo debíamos plasmar la línea y la sombra; en cierto sentido, deberíamos creer en la línea y la sombra más que en la vaca. En cierto sentido, el escéptico impresionista contradecía al poeta que afirmaba no haber visto nunca una vaca púrpura. El impresionista tendía a decir que él sólo había visto una vaca púrpura o, más bien, que no había visto la vaca, sino sólo el púrpura.
. Sean cuales sean los méritos de este método artístico, es evidente que, como método de pensamiento, hay en él algo totalmente subjetivo y escéptico. Se presta naturalmente a la insinuación metafísica de que las cosas sólo existen como las percibimos o que ni siquiera existen. La filosofía del impresionismo está necesariamente cerca de la filosofía de la ilusión. Y este clima también contribuyó, aunque indirectamente, a un cierto estado anímico de irrealidad y aislamiento estéril que en aquella época se apoderó de mí—y creo que de muchos otros.

Todavía estaba esclavizado por aquella pesadilla metafísica de contradicciones entre mente y materia, por la perversa imaginería del mal y el peso de los misterios del cuerpo y el cerebro, pero para entonces ya me había rebelado contra ellos e intentaba construir una cosmología más saludable, aunque me pasara de la raya en lo relativo a la salud; incluso me califiqué a mi mismo de optimista porque estaba a un paso de ser un pesimista. Esa es la única excusa que puedo ofrecer. Toda esta parte del proceso fue después recogida en la informe forma de una novela titulada El hombre que fue jueves. En su momento, el título llamó mucho la atención y los periodistas hicieron
bromas. Algunos, al referirse a mis supuestas opiniones jocosas, simulaban confundirlo con «El hombre que fue nueves». Otros suponían naturalmente que Jueves era el hermano negro de Viernes. Y también los había que, con mayor perspicacia, lo trataban como un título totalmente anárquico como «La mujer que fue ocho y media» o «La vaca que fue mañana por la noche». Pero me interesa lo siguiente: apenas nadie entre quienes leyeron el título parece haber mirado el subtítulo—«Una pesadilla» —que respondía a muchísimas preguntas de la crítica.

Leí a Kipling y me atrajo en muchos aspectos, aunque me repelió en otros. Me consideraba socialista, porque la única alternativa a ser socialista era no serlo. Y no ser socialista era algo absolutamente espantoso. Significaba ser un imbécil y un esnob arrogante de los que protestaban contra los impuestos y las clases trabajadoras, o algún horroroso viejo y venerable darwinista de los que decían que los más débiles deben ir al paredón. Pero en el fondo de mi corazón, yo era socialista a regañadientes. Aceptaba lo mayor como el mal menor o incluso como el bien menor.

Hace algún tiempo, sentado tranquilamente una tarde de verano, mientras pasaba revista a una vida injustificadamente afortunada y feliz, calculé que debo de haber cometido al menos unos cincuenta y tres asesinatos, y haber sido cómplice de la desaparición de otro medio centenar de cadáveres con el fin de ocultar otros tantos crímenes; culpable también de colgar un cadáver en una percha, de meter a otro en una saca de correos, de decapitar a un tercero y colocarle la cabeza de otro, y un largo etcétera de inocentes artificios parecidos. Es cierto que la mayoría de esas atrocidades las he cometido sobre el papel, y recomiendo encarecidamente al joven estudiante que, salvo en casos extremos, exprese sus impulsos criminales de esta forma y no se arriesgue a estropear una idea hermosa y bien elaborada, rebajándola al plano del vulgar experimento material, donde con frecuencia se ve sometida a las imprevistas imperfecciones y decepciones de este sucio mundo y que acarrea consecuencias legales y sociales inoportunas y sublevantes. En algún sitio he explicado que, en cierta ocasión, redacté un catálogo científico de las «Veinte maneras de asesinar a una esposa» y he conseguido mantenerlas todas ellas en su inalterable integridad artística, de forma que al artista le es posible, hasta cierto punto, asesinar a veinte esposas con éxito y, no obstante, conservar la esposa original, un punto que, en muchos casos y especialmente en el mío, no deja de tener sus ventajas. En vista de esto, para el artista, sacrificar a su esposa, y posiblemente su propio cuello, por la vulgar y teatral puesta en práctica de uno de esos dramas ideales es per-
der, no sólo ese placer, sino todo el placer ideal de los otros diecinueve asesinatos. Como este ha sido un principio del que nunca he dudado, no ha existido nada que me impidiera la rica acumulación de cadáveres imaginarios; y, como digo, he acumulado unos cuantos. Mi nombre adquirió cierta notoriedad como escritor de narraciones sangrientas, comúnmente llamadas historias policíacas; ciertos editores y revistas han llegado a contar conmigo para tales fruslerías, y son lo bastante amables para escribirme de vez en cuando y pedirme una nueva remesa de cadáveres, generalmente en lotes de ocho.
Cualquiera que haya seguido la pista de esta industria, posiblemente sepa que muchas de mis historias detecti-vescas tienen relación con un personaje llamado padre Brown, un cura católico cuya simplicidad externa y sutileza interna conformaban algo parecido a un protagonista apropiado para esta clase de historietas. Han surgido ciertas preguntas, sobre todo, respecto a la identidad o la precisión con la que se describe al personaje, lo que no ha dejado de surtir su efecto en cosas más importantes.

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