Geoffrey Regan. Historia de la incompetencia militar.

octubre 22, 2014

Geoffrey Regan, Historia de la incompetencia militar
Editorial Crítica, 2001, 2004. 422 páginas.
Tit. Or. Someone had blundered… A historical Survey of Military incompetence. Trad. Rafael Grasa.

Las victorias militares se glosan desde la invención de la épica, sobre las derrotas se ha escrito poco y sobre la incompetencia que las ha provocado todavía mucho menos. Cualquiera que haya trabajado en una gran empresa se habrá dado cuenta de la cantidad de incompetencia que florece a su alrededor. Imaginemos esa inutilidad en una guerra. Terrible.

Si un camarero se equivoca en el pedido, no pasa nada. Si un cirujano hace mal una operación puede matar a un paciente. Pero si un militar toma una decisión equivocada manda a la muerte a miles de personas. En el libro se ponen muchos ejemplos, algunos de los cuales ponen los pelos de punta.

Está estructurado en dos bloques, en el primero se da una clasificación de diferentes tipos de incompetencia (errores de los mandos por incompetencia o falta de comunicación, de intendencia, políticos…) aportando ejemplos de cada uno de ellos. En el segundo se nos presentan diferentes batallas en orden cronológico siendo cada una un ejemplo de un error concreto. Es trágico pensar que lo siguiente es cierto:

La guerra es el reino del error; cuanto mayor sea la presión a que está sometido un oficial, mayor será la probabilidad de que yerre. De hecho, como escribió Delbruck, la estrategia consiste precisamente en cometer menos errores que el enemigo.

Está centrado principalmente en la historia militar británica. De todos los ejemplos destacaría tres: La expedición a Cádiz de 1625, un cúmulo de despropósitos dificil de igualar, el desastre de Annual una vergüenza sobre todo por la corrupción de la que no nos hemos librado todavía y la guerra de Crimea, donde la burocracia provocó la muerte de muchos hombres por no suministrar la intendencia adecuada a causa de seguir con rigurosidad excesiva el reglamento. A destacar el tema de la protección contra las enfermedades venéreas (dejo extractos de estos apartados).

Realmente da que pensar. Más reseñas aquí: Historia de la incompetencia militar, Geoffrey Regan, Historia de la incompetencia militar – Geoffrey Regan y Historia de la Incompetencia Militar, de Geoffrey Regan

Calificación: Muy ilustrador.

Extractos:
Las enfermedades venéreas causaban más bajas que la guerra:
Las autoridades británicas muy prudentemente se rindieron a la evidencia y permitieron que los burdeles permaneciesen abiertos a condición de que las mujeres se sometieran a reconocimientos médicos periódicos. Como escribió un soldado, en Trípoli se organizaron bien las cosas:
El ejército, con su pormenorizada capacidad administrativa, organizó burdeles en un tiempo sorprendentemente corto y las aceras de Trípoli soportaban el peso de largas colas de hombres en fila de a cuatro, que esperaban con orden y paciencia pagar un dinero para romper la monotonía del celibato que imponía el desierto … Los burdeles para oficiales estaban situados en otra zona de la ciudad…»
Sin embargo, el capellán general del ejército intervino raudamente para cerrar los burdeles oficiales, pero el resultado fue sencillamente que éstos volvieron a abrir aunque las mujeres no pasaban ya sus reconocimientos periódicos. El general Montgomery agudizó el problema al cerrar los burdeles de El Cairo y más tarde los de la zona noroccidental de Europa, con la ayuda de las autoridades canadienses y estadounidenses. Otras «zonas de peligro» notables estaban situadas «fuera de los límites» en Napóles y en Bombay.
Según John Ellis las autoridades militares se equivocaron al tomar esta medida, provocada por la mojigatería de las críticas de ciertos religiosos y cuyos efectos fueron desastrosos.
En Delhi, por ejemplo, el ejército frecuentaba lo que se conocía como burdel del regimiento, en un edificio cercano al Hakman Astoría. La entrada era parecida a la de un cine, con un cabo dentro de una cabina de cristal a quien cada uno daba las tres últimas cifras de su número en el ejército y cinco rupias. El cabo entregaba entonces una nota con el número de una habitación y un «babú» indio le acompañaba hasta ella y le proporcionaba condones. Las mujeres estaban bien pagadas —al menos de acuerdo con las pautas indias— y una vez a la semana pasaban una revisión médica que efectuaban miembros del cuerpo médico del ejército real. Desgraciadamente, esto llegó a oídos de algunos «benefactores» de Inglaterra y se levantó una oleada de protestas. Los burdeles oficiales se cerraron rápidamente, pero esto solamente sirvió para que las prostitutas anduviesen por las calles o por otros establecimientos ilegales. «En menos de tres semanas —según el cabo John Brat del cuerpo médico del ejército real— se llenaron todas las camas de la sala de enfermedades venéreas, antes prácticamente desierta, más todas las que se pudieron habilitar en la terraza.»»
Durante el resto de la contienda la incidencia de las enfermedades venéreas fue muy elevada en todos los escenarios de la guerra, hasta el punto de que causaron más bajas que el propio enemigo. En Oriente Medio la cifra anual de bajas en combate fue de 35,5 por 1.000 en 1941, 31,4 en 1942 y 22,5 en 1943, mientras que las producidas por las enfermedades venéreas fueron 41,2 por 1.000 en 1941, 31,4 en 1942 y 21,8 en 1943. En Italia el número de bajas por enfermedades venéreas fue particularmente elevado, alcanzando un 68,8 por 1.000 en 1945 en un momento en el que las bajas por combate eran solamente de un 9,8 por 1.000. En Burma la cifra alcanzó un sorprendente 157,9 por 1.000 frente al 13,9 de las bajas en combate. No hay que pensar por ello que las cifras alcanzadas por el ejército británico eran poco habituales: en 1943 en Túnez los soldados norteamericanos blancos llegaron a una cifra del 33,6 por 1.000, mientras que los negros alcanzaron un asombroso 451,3 por 1.000.»
Estas cifras eran alarmantes, no por razones morales, sino militares. Está claro que no se puede mantener la eficiencia de un ejército si las lesiones autoprovocadas —entre las que consideramos las enfermedades venéreas— alcanzan semejantes proporciones. Un paciente medio de enfermedades venéreas estaba veinte días en el hospital recibiendo cuidados, en un momento en que existía una grave escasez de soldados y en el que se necesitaban las camas de los hospitales para los soldados heridos en combate. Las autoridades norteamericanas pensaban en los condones como potencial solución, aunque temían ofender a la opinión pública de su país. John Steinbeck describió el problema con claridad, al tiempo que criticaba una hipocresía que pretendía
que cinco millones de hombres y de muchachos perfectamente normales, jóvenes, llenos de energía y concupiscentes abandonasen, durante el tiempo de guerra, su habitual preocupación por las mujeres.
El hecho de que llevasen consigo fotografías de mujeres desnudas, las llamadas pin-up, no le pareció a nadie algo paradójico. La convención era la ley. Cuando el Departamento de Suministros del ejército pidió X millones de preservativos de goma y artículos para prevenir la enfermedad hubo que decir que se utilizarían para proteger de la humedad los cañones de las ametralladoras. Quizás lo hicieron.

Los problemas burocráticos causando bajas:

El oficial médico del Charity, un vapor de hélices anclado en el puerto de Balada va para acoger a los enfermos, se dirigió a tierra para ver al funcionario del comisariado a cargo de las estufas.
—Tres de mis hombres —le dijo— han muerto esta noche con síntomas de cólera, que contrajeron a causa del terrible frío del barco. Me temo que muchos más seguirán por la misma causa.
—¡Bien! Tiene usted que hacer la petición de acuerdo con el procedimiento al uso; enviar el impreso al cuartel general, con las firmas necesarias.
—Pero mis hombres mientras tanto morirán.
—Yo no puedo hacer nada al respecto. Tengo que tener una petición formal.
—Otra noche en las mismas condiciones acabará con mis hombres.
—Realmente no puedo hacer nada. He de tener una petición debidamente cumplimentada y firmada para que pueda darle las estufas.
—¡Por Dios! Déme algunas. Yo me hago responsable de ello.
—Lo siento, pero no puedo hacer nada semejante.

En el desastre de Annual se perdió hasta el honor, todavía no lo hemos encontrado y la corrupción campa a sus anchas:

Cuando Berenguer conoció esas noticias envió refuerzos a Melilla y declaró a la prensa: «Se ha perdido todo, hasta el honor». Quizá Berenguer tenía razón. La derrota del ejército español en Annual fue el mayor desastre sufrido en siglos por una potencia europea a manos de un ejército «incivilizado». Para España las pérdidas fueron enormes, ya no sólo en prestigio, sino en vidas, material y territorio. Las cifras de bajas oscilan según la fuente, pero incluso las Cortes admitieron más de 13.000 muertos, aunque la cifra más probable sea la de 19.000, ya que los rífenos no hacían prisioneros. Las pérdidas en material incluyen 20.000 fusiles, 400 ametralladoras y 129 cañones; todas las inversiones españolas en el norte de Marruecos —ferrocarriles, minas, equipamiento agrícola, escuelas, puestos militares, etcétera— se perdieron en cuestión de días.
Resulta sencillo criticar al comandante Silvestre, a sus tropas de conscriptos o a los estrategas, que construyeron fuertes y bases y dispersaron sus tropas como semillas por el desierto. Pero los políticos también deberían rendir cuentas por haber permitido que el ejército se desintegrase por falta de suministros y de dinero. La corrupción se había convertido en parte integrante de la vida cotidiana española y en ella estaban implicados tanto los políticos como los profesionales liberales, la iglesia y el ejército. Hizo falta un desastre como el de Annual para que la gente se diese cuenta de las consecuencias de sus acciones. Las revelaciones que salieron a la luz a propósito del comportamiento del ejército español en Marruecos fueron una lección dura de aprender.
Los hallazgos de la comisión de investigación del desastre presidida por el general Picasso revelaron el amplio alcance de la corrupción. Aunque no se podía acusar a todos los oficiales de incompetentes y de corruptos, la mayoría eran ambas cosas. Durante 1920 once capitanes que habían actuado como tesoreros de su cuerpo de ejército habían abandonado el ejército para evitar la acusación de malversación; uno de ellos llegó a suicidarse. El dinero que las Cortes españolas habían destinado a la construcción de carreteras fue a parar a los bolsillos de los altos oficiales. Los oficiales inferiores habían robado todo cuanto habían podido en los almacenes del ejército para venderlo e incrementar así sus salarios. Los oficiales pasaban mucho tiempo lejos de sus tropas y los más veteranos o bien vivían en España o «jugaban y putañeaban» en Melilla.

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