Flann O’Brien. El tercer policía.

diciembre 3, 2014

Flann OBrien, El tercer policía
Nórdica 2006, 2007. 302 páginas.
Tit. Or. The third policeman. Trad. Héctor Arnau.

Después del descubrimiento de En nadar-dos-pájaros me he lanzado con esta novela, que en alguna reseña la consideraban mejor. Personalmente discrepo, pero el autor sigue gustándome mucho.

El protagonista, que no recuerda su nombre, ha perdido a sus padres y vive en un internado. Allí se había convertido en seguidor de de Selbi, estrafalario pensador. Regresa a la granja familiar, que está en manos de John Divney, un peculiar empleado que parece robarle sin remordimientos. Para publicar un libro con sus pensamientos sobre De Selbi accede al plan de Divney de matar a un hombre rico de la localidad. El asesinato y porterior intento de hacerse con la caja de caudales cataplutan al protagonista a una serie de acontecimientos extravagantes en un mundo obsesionado con las bicicletas. (Hay entrada en la wikipedia: El tercer policia).

Escrita entre 1939 y 1940 se le aplica lo mismo que comenté de En nadar-dos-pájaros, podría publicarse como si se hubiera escrito hoy mismo. El sentido del humor del autor me cautiva, de vez en cuando se descuelga con unas frases de un hálito poético fascinante y utiliza con frescura envidiable una serie de recursos técnicos novedosos y originales (esos interminables pies de página son de quitarse el sombrero).

Si me gustó más la anterior es porque desde el principio adiviné el significado de las aventuras del protagonista, y es que la contraportada da una pista que se podían haber evitado. En cualquier caso su lectura es una delicia. Entre las reseñas que he encontrado hay gente rendida como yo al talento de O’Brien: El tercer policía – Flann O’Brien, aunque también hay gente a la que le tanto sinsentido le ha aburrido: Me aburro con Flann O´Brien. Opino lo mismo que aquí: Flann O´Brien. El tercer policía: Y por eso el lector debe enfrentarse al libro sin monsergas. Puede que te guste el juego que te propone O´Brien y pases un buen rato, éste ha sido mi caso, o puede que te parezca un absoluto dislate, sin pizca de gracia, y en este caso, coges el libro y lo tiras por la ventana.

Calificación: Muy bueno.

Extractos:
Me lanzó pequeñas bocanadas de humo y me miró atentamente desde detrás de los arbustos de pelo que le crecían alrededor de los ojos.
—¿La vida? —contestó—. Estaría mejor sin ella, pues tiene poca y rara utilidad. No se puede comer ni beber, ni fumártela en pipa, no evita las lluvias y sabe a poco cuando la desnudas y la llevas a la cama tras una noche de cervezas, temblando, ardiente de pasión. La vida es un gran error, algo de lo que más vale prescindir, como los orinales o el bacon extranjero.
—Bonita manera de hablar en este día tan alegre y maravilloso —le regañé— con este sol que luce en el cielo y que envía preciosas oleadas de calor a nuestros huesos cansados.
—O como las camas de plumas —continuó— o como el pan industrial. ¿Habla usted de la vida? ¿La vida?
Habíale de las dificultades de la vida pero recalca su esencial dulzura y deseabilidad.
¿Qué dulzura?
Flores en primavera, la gloria y plenitud de la vida, los cantos de los pájaros al atardecer: sabes muy bien a lo que me refiero.
De todos modos no estoy muy convencido respecto a lo de la dulzura.
—Es difícil delimitar su forma adecuada —le dije al hombre engañoso— o encontrar una definición exacta de la vida, pero si identificamos vida con diversión, me han dicho que es de mejor calidad en las ciudades que en el campo, y que tiene una calidad suprema en ciertas partes de Francia. ¿Se ha dado cuenta alguna vez de que
los gatos la poseen en gran cantidad cuando son muy pequeñitos?
Él me miraba enojado.
—¿La vida? Muchos hombres se han pasado cien años tratando de determinar sus dimensiones, y cuando por fin uno ha llegado a comprender algo y ha abrigado cierta perspectiva en su cabeza, por el amor de Dios, ¡se va a la cama y se muere! Se muere como un perro envenenado. No hay nada tan peligroso, no te la puedes fumar, nadie te dará ni dos peniques y medio por la mitad de ella, y al final te mata. Es un extraño artilugio, muy peligroso, una certera trampa mortal. ¿La vida?
Estaba sentado allí, a mi lado, muy enfadado consigo mismo, y permaneció un rato en silencio, detrás de un pequeño muro gris que él mismo había construido con la ayuda de su pipa. Tras un instante, intenté averiguar una vez más a qué se dedicaba.
—¿Un perseguidor de conejos? —pregunté.
—No, nada de eso.
—¿Un hombre que viaja porque su profesión es viajante?
—No.
—¿Conduce una trilladora de vapor?
—Desde luego que no.
—¿Chapista?
—No.
—¿Secretario del Ayuntamiento?
—No.
—¿Inspector de Aguas Potables?
—No.
Ermitaño o esa cosa de hojalata con correas que encontré una noche en la calle cerca de casa de Matthew O’Carahan. Pero tampoco eso.
—Era un difícil enigma —dije.


—Al final descubrí que sólo podía hacer una cosa para tener mi propia conciencia personal tranquila.
—Es estupendo que encontrara al fin la respuesta oportuna —repuse.
—Decidí —dijo MacCruiskeen— que sólo había una cosa que el cofre pudiera contener, y era otro cofre igual pero un poco más pequeño.
—Eso es una muy competente obra maestra —dije, esforzándome en hablar su propio idioma.
Se acercó de nuevo al cofre, lo volvió a abrir, puso las manos a los lados, planas como platos o como las aletas de un pez, y extrajo de él un cofre más pequeño pero que se parecía a su cofre-madre en todos los detalles referentes a aspecto y proporción. Era tan deliciosamente incuestionable que mi respiración casi se detuvo. Me acerqué, lo toqué y lo cubrí con una mano para comprobar cuan grande era su pequenez. Su artesanía de metal tenía un brillo como el del sol sobre el mar, y el color de la madera poseía una lujosa y profunda riqueza, como un color que adquiriera intensidad y tono sólo con el paso de los años. Contemplar aquel objeto me produjo una leve flojera, y me senté en una silla; para aparentar que aquello no me había conmocionado, silbé El Viejo se Estira los Tirantes.
MacCruiskeen me dirigió una sonrisa suave e inhumana.
—Puede que no haya venido en bicicleta —me dijo—, pero eso no significa que lo sepa usted todo.
—Esos cofres —dije— son tan parecidos el uno al otro que no puedo creer que estén ahí, porque creer eso es más sencillo que pensar lo contrario. De cualquier manera, son las dos cosas más maravillosas que he visto en mi vida.
—Me costó dos años hacerlo —dijo MacCruiskeen.
—¿Qué hay en el pequeño? —pregunté.
—¿Qué le parece a usted?
—Estoy totalmente medio atemorizado de pensarlo —confesé con absoluta franqueza.
—Pues espere a que se lo enseñe —dijo MacCruiskeen— y le haga una exhibición, permitiéndole una inspección individualmente personal.
Cogió de la estantería dos finas espátulas de las de extender mantequilla, las introdujo en el cofre pequeño y sacó algo que me pareció otro pequeño cofre. Me aproximé a él y lo examiné detenidamente con la mano, notando las mismas e idénticas incisiones, las mismas proporciones y la misma y perfecta artesanía del metal en una escala inferior. Era tan impecable y deleitable que me recordaba a la fuerza, por extraño y estúpido que parezca, a algo que no entendía y de lo que ni siquiera jamás había oído hablar.
—No diga nada —me apresuré a decirle a MacCruiskeen—, siga adelante con lo que está haciendo, que yo me quedaré aquí mirando, y sólo me preocuparé de estar aquí sentado.


El lector estará familiarizado con las tormentas que se han abatido sobre este tentador manuscrito superviviente. El Códice (nombre empleado por primera vez por Bassett en su monumental De Selby Compendium) es una colección de dos mil folios de apretada escritura manuscrita por ambas caras. La principal distinción del manuscrito es que ni una sola de las palabras es legible. Los intentos realizados por diferentes críticos por descifrar algunos pasajes que parecían algo menos formidables, han estado caracterizados por fantásticas divergencias, no en el significado de los pasajes (lo cual está fuera de toda duda) sino en la clase de sinsentido que desarrollan. Un pasaje, descrito por Bassett como «un tratado profundo sobre la vejez», es descrito por Henderson (biógrafo de Bassett) como «una descripción, no carente de belleza, de las operaciones de parto de los corderos en una granja no especificada.» Semejante desacuerdo, todo quede dicho, no es de gran ayuda a la hora de establecer la reputación de ambos críticos.

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