Enrique Jardiel Poncela. Ventanilla de cuentos corrientes.

marzo 28, 2011

Ediciones GP. 96 páginas.

Enrique Jardiel Poncela, Ventanilla de cuentos corrientes
Derroche de ingenio

Me encantan los libros minúsculos, llamados Pulgas. Son los auténticos libros de bolsillo porque te caben en cualquier sitio. El problema es que el contenido suele ser muy malo, así que no tengo muchos. Tengo el Fausto y fue una alegría encontrarme con este de Jardiel Poncela. Un escritor de mucho talento ninguneado porque en vez de dedicarlo al estilo literario se dedico a los jueos de ingénio. Y eso vende para un público pero no para otro.

En esta recopilación de cuentos breves y en ocasiones casi insustanciales aparecen muchas de las perlas del autor, como las siguientes:

– Creo que el amor es una especie de ascensor hidráulico; se le puede exigir que funcione bien durante cinco años; durante diez; durante quince; pero llega un momento en que se estropea y se niega a funcionar.

– ¿Y entonces?

– Entonces, señora, hay que subir a pie; es inevitable.

Durante tres horas largas hice todas aquellas operaciones que denotan la impaciencia en que se sumerge un alma: consulté el reloj, le di cuerda, volví a consultarlo, le di cuerda nuevamente, y, por fin, le salté la cuerda; sacudí unas motitas que aparecían en mi traje; sacudí otras del fieltro de mi sombrero; revisé dieciocho veces todos los papeles de mi cartera; tarareé quince cuplés y dos romanzas; leí tres periódicos sin enterarme de nada de lo que decían; medité; alejé las meditaciones; volví a meditar; rectifiqué las arrugas dé mi pantalón; Mee caricias a un perro, propiedad del parroquiano que estaba a la derecha; di vueltas al botoncíto de la cuerda de mi reloj hasta darme cuenta de que se había roto antes y que no tendría inconveniente en dejarse dar vueltas un año entero.

Triunfó en la vida. Y fracasó en el amor; porque se esforzaba en enamorar a las mujeres intensificando su elocuencia; nunca supo que a las mujeres sólo se las enamora intensificando los besos.

Como todo aquel que fracasa en amor, Mateo se hizo pesimista.
(Es absurdo, pero cuando un hombre ve su amor rechazado por una mujer morena, en lugar de dedicarse a buscar una mujer rubia, que sería lo lógico, se dedica a decir que la vida es una comedia odiosa, la Humanidad una jaula de chacales v la galvanoplastia una cosa importante.)

Con su pesimismo a cuestas, Mateo se hizo reconcentrado y hosco; paseaba solo, llamaba idiotas a loa vendedores de cacahuetes, pegaba puntapiés a los árboles v sacaba la lengua a las estatuas.

También se incluyen dos cuentos, uno sin utilizar la letra ‘e’ y otro sin utilizar la ‘a’, anticipándose al Oulipo y con más gracejo. Incluyo uno al final.

Un autor que merecería una buena reedición.


Extracto:[-]

EL CHOFER NUEVO (narración escrita sin utilizar la letra «a»)

Me lo cedió mi tío Heliodoro, y me Jo recomendó de un modo muy expresivo, diciéndome:

—Es un chófer único en el globo, créeme! Si dispone de un buen coche, este hombre consigue prodigios enormes, que en un circo le hubiesen hecho rico. Obedéceme y sírvete de él; tú tienes un coche estupendo y te mueres de tedio, ¿no es cierto? Pues te juro, querido sobrino, que cediéndote un chófer como Melecio te pongo en condiciones de ser testigo, e incluso intérprete, de emociones inconcebibles, sin precedentes en el mundo de lo locomotivo. Porque pomo este chófer no existen dos…

Melecio Volodio, el chófer propuesto, que presenció el momento descrito, sonrió entonces con gesto misterioso. Y no bien concluyó mi tío su elogio, el chófer rozó levemente el borde izquierdo de su sombrero frégoli, color crepúsculo griego, se inclinó con un gentil movimiento y murmuró:

—Tómeme el señor, que conozco mi oficio…

Y sin otros incidentes que mereciesen ser escritos, Melecio Volodio quedó elegido chófer de mi dieciséis cilindros con cien duros de sueldo.

Doce excursiones, que tuvieron un epilogo tristemente quirúrgico, me convencieron, en un solo mes, de que como Melecio no existió en el universo chófer ninguno.

Prescindo, diciendo esto, de su dominio peregrino del coche. Volodio no sólo conservó de continuo en los extremos de sus dedos los secretos de mi Mercedes, sino que en el tiempo que vivió conmigo domesticó el motor de un modo mirífico.

Pero este mérito resultó pequeño y ridículo enfrente de otros méritos inconcebi bles de Melecio Volodio.
Uno, sobre todos, me preocupó en extremo, y se convirtió de súbito en obsesión terrible de mis nervios.
El mérito en cuestión estribó, señores, en el frío desdén con que Melecio Volodio miró siempre el peligro.
¿Fue el desprecio de los bienes terrenos? ¿Fue un deseo de morir, fruto de desilusiones y de dolores ocultos? ¿Fue simplemente heroísmo? ¿O fue el gusto por servirme y el prurito de divertir, con emociones fuertes, mi vivir tedioso?

Lo ignoro; no lo sé… Pero es lo cierto que siempre que el chófer, nuevo puso en movimiento el motor de mi coche ejecutó sorprendentes ejercicios llenos de riesgos y sembró el terror en todos los sitios por donde metió el coche; destrozó los vidrios de infinitos comercios, derribó postes telefónicos y luminosos, hizo cisco trescientos coches de servicio público, pulverizó los esqueletos de miles de individuos, suprimiéndolos del mundo de los vivos, ea oposición con sus evidentes deseos de seguir existiendo; quitó de en medio todo lo que se le puso enirente: hendió, rompió, deshizo, destruyó: encogió mi espíritu, super-excitó mis nervios; pero me divirtió de un modo indecible, porque Melecio Volodio no fue un chófer, no; fue un simún rugiente.

¿Por aué este furor, este estropicio continuo? ¿Por qué, si Volodio dominó el coche como no lo dominó ningún chófer de los que tuve después?

Hice lo posible por conocer el ifondo del misterio, y lo logré por fin.

— ¡Melecio! —ie dije, volviendo de un terrible circuito que produjo horrendos efectos destructores—. Es preciso aue expliques lo que te ocurre. Muchos infelices muertos por nuestro coche piden un desquite… ;Que yo mire en lo profundo de tus ojos, Melecio Volodio!… Di… ¿Por qué persistes en ese feroz proceder, en ese cruel ejercicio?
Melecio inspeccionó el horizonte, medio sumido en el crepúsculo, y moderó el correr del coche.

Luego hizo un gesto triste.

—No soy cruel ni feroz, señor —susurró dulcemente—. Destrozo y destruyo y rompo y siembro el terror… de un modo instintivo.

—¡ De un mOdo instintivo! ¡ Pues entonces un enfermo, Melecio!

—No. Pero me ocurre, señor, que he sido muchísimo tiempo chófer de bomberos. Un chófer de bomberos es siempre el dueño del sitio por donde se mete. Todo el mundo le permite correr; no se le detiene; el sonido estridente e inconfundible del coche de los bomberos, de esos héroes con cinturón, es suficiente, y el chófer de bomberos corre, corre, corre… ¡Qué vértigo divino!

Concluyó diciendo:

-—Y mi defecto es que me creo que siempre voy conduciendo el coche de los bomberos. Y como esto no es cierto, y como hoy no soy, señor, el dueño del sitio por donde me meto, pues, ¡pulverizo todo lo gue pesco!…

Y Melecio prorrumpió en sollozos.

4 comentarios

  • Stradivarius marzo 28, 2011en12:41 pm

    Jardiel Poncela me recuerda mucho a Emilio Carrere, el de «La torre de los siete jorobados», con ese estilo castizo. ¿Has leído «La calavera de Atahualpa»?

  • Palimp marzo 28, 2011en5:35 pm

    No, pero me lo apunto.

  • Diego Fdez. Sández (autor teatral) noviembre 15, 2011en12:37 am

    ¡El gran Jardiel! 🙂

  • Enrique gallud jardiel marzo 17, 2014en10:13 am

    Soy nieto de Jardiel. ¿Podrías darme tu correo para esc ribirt,e?

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