El día del Watusi, fragmentos

diciembre 7, 2011

El juego consiste en situarse dentro de una cesta móvil con un tablero de mandos y actuar en un híbrido de autos de choque y baile frenético sobre una pista de acero. Las cestas se moverán sin cesar, mientras topamos unos con otros. El baile y la violencia. Ya estoy al mando de mi nave. Todo se vuelve oscuro, se enciende un panel, aparece la imagen de Watman, El Guardián del Límite, y nos informa: «A través de los agujeros negros de la galaxia, los shin-galines controlamos los sucesos de los mundos paralelos. Destruye a los falsos guardianes y recuerda que el bailarín siempre tiene razón». De pronto, suena la música del clásico de Los Bravos «Black is Black» y empiezo a girar y a subir y bajar, se encienden y se apagan luces estroboscópicas, intermitentes, rojas, azules y amarillas… Choco con una familia japonesa, con otra de un margen europeo con perfiles deglasnost, con un niño que exclama en catalán junto a un padre que blasfema en el mismo idioma y con la chica violeta, que guarda el equilibrio con una mano y se sujeta las gafas con la otra. Todos giramos, nos tambaleamos, chocamos, subimos y bajamos, y aún puedo pensar en mi tarea del día y en mi labor futura. Hoy he visto cómo alguien que no era quien decía ser entregaba a huérfanos que no eran huérfanos regalos quizá vacíos. Entonces, alguien que tampoco era quien decía ser me ha dicho que representaba a no se sabe quién. Ese hombre me ha encargado un trabajo sobre un personaje que no existe para que un llamado Lector calibre lo que un tonto como yo averigua acerca de hechos importantes sobre los que nadie, nunca, debe saber nada. La tarea consiste en demostrar que este mundo puede ser doloroso, hasta infernal, pero no es serio.


Así, Lector, lo averigüé. Algunas chicas obedecen, y hasta inician entusiastas la dulce dádiva, cuando se pronuncia el imperativo que hasta esa hora entendía como expresión coloquial rotunda, pero ficticia; idéntico sentido figurado al de la blasfemia, una vaga resonancia abstracta. Pues nada de eso. Aquí, aquí, ¡aquí! en esta compulsiva unión de lo abstracto y lo representativo nace la magia, no en losas de parques zoológicos ni en ningún otro lugar. Entre gemidos procurados por acometidas orales familiares e inéditas a un tiempo, su aliento en el prepucio, las sugestiones de la lengua mojada, el cabal conocimiento de ese campo minado y la pericia en hacerlo estallar poco a poco, inicié un relato apócrifo y fragmentario del día. Fragmentario, porque tartamudeaba y desconocía cómo iban a acabar los acontecimientos; y apócrifo, porque, henchido de virilidad, engarriadas las manos en las sábanas y la melena y la carne de Samanta, manos que ella sacudía como si al tocarla incumpliera un acuerdo, me había elevado en inspirador y héroe de la búsqueda del Watusi. El asesinato, por no detener esos labios adorables, se había convertido en delito menor. Samanta no tenía edad para oír según qué. El resto de la historia discurría igual salvo en un detalle: mías eran las deducciones y la iniciativa en las entrevistas por piscinas y bares, los golpes contundentes y las resoluciones en puertas secretas y en lo más hondo de los callejones. Mía fue la gloria.


—Sí, Vanessa. ¿Te puedo llamar Vanessa? ¿Sabes, Vanessa, la del incisivo quebrado, el culto origen de tu nombre? Jonathan Swift, un escritor irlandés del siglo xvni, un poco pastor angli-cano, para qué te voy a engañar, tenía dos protegidas. A una de ellas la llamaba Stella. La verdadera gracia de la otra era Esther Vanhomrigh. Swift inventó un anagrama con la primera sílaba del apellido de la chica «Van», la primera sílaba de su nombre «Es» y añadió el sufijo de muchos nombres femeninos ingleses «ssa». Como Melissa, la de ha casa de la pradera. Y la llamó Vanessa. Supongo que no era en ese cariñoso juego en lo que pensaban al bautizarte tus odiados papas, los que ahora retienen a su nieta y la libran de tu censurable trayectoria, y a quienes no creo admiradores de los escritores satíricos de antaño. Aunque todo pudiera ser. Yo mismo soy un ejemplo de que cierta cultura, o al menos cierta pedantería chiflada, no está reñida con un origen humilde. ¡Ay, Vanessa! Tus padres no hicieron más que seguir la moda implantada por el cantante Manolo Escobar, del que sin duda habrás oído hablar, y hasta tarareado su éxito «¡Que viva España!». Manolo Escobar, después de casarse con una subdita extranjera y suscitar una reacción en todo el país que iba del pasmo al ole, nombró de ese modo a la primera Vanessa nacional. Una Vanessa, la de Swift. Otra Vanessa, la de Manolo. Escobar. ¿Cuántas Vanessas hay en España hoy día? ¿Medio millón? Y ahora que lo pienso en voz alta, ¿cuántos Jonathans como Swift? ¿Y cuántas Stellas como Stella? Eso es muy raro, y yo creo, los hechos de mi vida lo demuestran, muy importante. Como también es importante que entre el medio millón de Vanessas estés tú, la que escucha atónita barrenándose la sien con el dedo, y prefiere hacerse llamar Sandra como en la canción «Manda rosas a Sandra», hoy olvidada, y que tan de moda estuvo durante el verano en que mataron al Watusi para siempre y cambió la dirección (y el orden) de mi vida.


Aún no me he sentado en mi taburete ni solicitado una consumición, cuando Willard me agarra de las solapas para decirme:
—¡No dejen que les ocurra como a ese imperio putrefacto, amigo! Sean ustedes como han sido siempre. Místicos, despiadados, locos… ¡La rosa de fuego! Anarquistas chiflados bombardeando a industriales más chiflados aún y quemando iglesias con alucinados curas dentro. Desde luego, aquí nadie es víctima de la corrección política. ¿Sabe lo que me ha ocurrido, chico de los recados? ¿Conoce mi drama?
—Si me suelta, dejo que me lo cuente.
—Hará unos quince días estaba en mi cátedra explicando a Velázquez. Y no explicaba lo que tenía que explicar, pero es que me dejo llevar por la cultura… ¡Ay, Velázquez! ¡Qué grandes tiempos aquéllos! ¡La contrarreforma, la Inquisición, el duque de Alba! —Y tras un jadeo y una pausa voluntaria—: ¡El fuego! Mi explicación de la pintura de Velázquez y su relación con la narratología publicitaria era, como siempre, clara y brillante, inteligente, apasionada, elegante, certera, con un algo de encanto que moja sin remisión las braguitas de las muchachas. Y como hablo de Velázquez y la relación de sus retratos con los anuncios de Benetton, me dejo llevar y hablo también de reyes degenerados, de infantes enfermos, de idiotas, de inválidos…
—¿No hablaría de insectos ilusionistas?
—¿Qué es eso? Eso es una puta mierda… Yo les hablaba de bufones que se vestían de príncipes para que los príncipes de verdad rieran y olvidasen por un momento el protocolo, la conjura, el engaño. ¿Cómo no iba a hablar de enanos? Dígame… ¿Es posible hablar de Velázquez y no mencionar los enanos?
—Imposible del todo.
—Pues hablé. Era mi deber docente. Fui valiente y hablé. Llamé enano a uno de los enanos de Velázquez. Y quizá ni si-
quiera eso. Llamé a don Sebastián de Morra «cortesano ver-ticalmente desajustado», o «señor bajito», o «persona menguada que está más lejos de lo que nuestro engañado punto de vista nos da a entender», o como cojones haya que decirlo. ¿Y sabe lo que pasó? Ese día, uno de mis alumnos se sentía especialmente sensible porque le habían rechazado una beca que era consecuencia de un rechazo previo en el equipo de basket de la universidad. Seguro que no daba la talla… —Willard se dio cuenta de su nueva incursión en lo políticamente nefasto y rugió un poco—: Me refiero a la calidad de su juego… La Universidad de Harvard cuenta con un gran equipo y allí no juega cualquiera. Pues bien, ese idiota creía que era por una cuestión de altura. Por enano, sí. Y me ha denunciado. Piensa que yo conocía el dato de su expulsión del equipo que, por lo visto, era la comidilla del cam-pus, y me estaba riendo de él ante toda la clase. El claustro de profesores ha pedido que me retracte y me he negado. Ahora mismo estoy esperando una llamada con la resolución de la comisión encargada del caso. Y yo, aquí, recogiendo un premio de mierda. ¡La corrección política! Aquí no pasan estas cosas…
Sin ninguna compasión de las realidades de Steve Willard, ni de sus ensueños, me dedico por una vez a ser didáctico y realista, porque no tengo nada que hacer hasta la hora de cenar y porque bichos como Willard no se ven todos los días:
—¿Conoce la mascota olímpica de los Juegos de Barcelona? ¿La tiene presente? ¿Un perro así, como aplastado en la autopista?
—Es original y novedosa. Muy imaginativa. Fruto de una tierra de artistas, de genios, de amantes, de amigos del perro como depredador… No como la de Atlanta Noventa y seis, que representa el puritanismo y…
—Calla un momento… ¿Estamos de acuerdo en que Cobi, la mascota, no es una puta mierda?
—Nada de lo que se haga en esta tierra de soñadores es una puta mierda, a menos que imiten a ese país de puta mierda del que provengo. O a Baudrillard…

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