Edmundo Paz Soldán. Los vivos y los muertos.

julio 18, 2018

Edmundo Paz Soldán, Los vivos y los muertos
Alfaguara, 2009. 208 páginas.

El pueblo de Madison se ve conmocionado por una serie de trágicas muertes. Primero dos gemelos en accidente de tráfico, después unas jóvenes víctimas de un maníaco sexual. Narrado de forma coral vemos el impacto en la vida de sus habitantes.

Esperaba más del libro por las recomendaciones que había recibido y por el planteamiento de entrada. No está mal escrito (no llega al nivel de planitud de aquella formas de mirar al agua) pero la prosa no es que destaque demasiado. Los sucesos que se narran son bastante fuertes, pero el libro apenas me ha conmovido.

Un libro correcto que no es, como dice mi admirado Iwasaki, el boom de la literatura boliviana.

Se deja leer.

Hizo una sonrisa picara. Volví a ruborizarme. Debían ser más de las cinco. A lo lejos vimos a uno de los cuidadores regando las canchas de tenis. En la puerta principal se encontraba Peter Woodruff, el guardia de seguridad del que todas las alumnas de Madison High se enamoraban tarde o temprano, como si fuera un ritual. Era alto y corpulento, tenía hoyuelos en las mejillas y una sonrisa de niño travieso. Su físico intimidaba, pero su rostro proyectaba indefensión. Las alumnas de Madison High se sentían protegidas por alguien a quien les gustaría proteger. Tanto que el año pasado las chicas del curso superior habían organizado un Día de Peter Woodruff. Decían que era como agradecimiento, pero yo creo que estaba relacionado con las ganas que tenían algunas de acostarse con él.
Entramos al Toyota. Me coloqué el cinturón. Jem, o Tim, puso un compact de Massive Attack. Escuchó la primera canción sin moverse, con los ojos cerrados. Yo no sabía qué hacer. Me fijé que tenía tres lunares microscópicos en el cuello. ¿Los tendría el otro? ¿Sería ése el único detalle que en verdad los diferenciaba?
La mano de Jem o Tim estaba caída entre su asiento y el mío. La agarré y la froté, como tratando de reanimar a una ardilla congelada. Así pasamos la segunda canción. Había vuelto a circular sangre caliente por el cuerpo de la ardilla.
Cuando comenzó la tercera canción, no se me ocurrió mejor cosa que desajustarme el cinturón y, sin mirarlo, deslizar mi mano por sus shorts. La respuesta fue inmediata. Me incliné sobre él y busqué entre sus shorts con mi boca. ¿Nos vería el cuidador? ¿Y Peter Woodruff?
La tenía bien grande. Era algo delicioso y a la vez asustaba.
Amanda se me cruzó por la cabeza, pero me dije que él debía ser Tim, y que ella igual no se enteraría.
Jem, o Tim, no tardó en venirse. Me limpié con un kleenex que tenía en mi mochila.
Sólo se lo conté a Rhonda. Le dije que a partir de ese momento me había descubierto enamorada de él, aunque estaba segura que me había enamorado mucho antes. Y también supo del dolor que me causó que después de ese encuentro en el auto, Tim se obstinara en ignorarme como si nada hubiera ocurrido entre nosotros. Sólo ella sabía que, después de que ocurriera el accidente, mi reacción de pánico, la depresión que me encerró en mi cuarto durante unos días, no se debían sólo al impacto de la muerte de un conocido. Tim y yo —porque algo me aseguraba que era él— habíamos compartido algo muy íntimo. No me animé a contárselo a mamá, pese a que ello le hubiera hecho entenderme con facilidad. Tampoco a Steven, porque no tenía ganas de que nadie extrajera una lección positiva de una muerte temprana.
Una tarde el señor Webb vino a verme.
Y yo que te hacía al borde de la muerte, dijo al sentarse. Pero si estás muy bien, tus mejillas están llenas de vida.
Le agradecí el cumplido.
Qué cara, por Dios, tan ojerosa, tan alargada, tan fantasmal. Me dejó un ramo de rosas y recitó una letanía de lugares comunes, había que ser fuerte ante la adversidad, uno no sabía el destino que el Señor nos tenía reservado. Hablaba con seriedad, pero su mirada inquietante me incomodaba. Sus ojos recorrían la cama como tratando de percibir los contornos del cuerpo semidesnudo que se encontraba tras las sábanas. No era la manera con que un señor debía mirar a la hija adolescente de su vecina. Mamá entraba y salía; en una de ésas, le dije quédate conmigo, necesito tu compañía. El señor Webb debió notar mi actitud hosca porque se fue al rato.

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