Daniel Katz. Mi abuelo llegó esquiando.

noviembre 12, 2014

Daniel Katz, Mi abuelo llegó esquiando
Libros del Asteroide, 2011. 238 páginas.
Tit. Or. Kun isoisä Suomeen hiihti. Trad. Dulce Fernández Anguita y José Antonio Ruiz.

Cuando acabé de leer este libro, me pareció tan bueno que fui a buscar que más se había publicado del autor: nada. Me voy a la página de la editorial: Katz, Daniel y veo que esta novela es de 1969 y que tiene otras más premiadas, y la wikipedia lo confirma: Daniel Katz . Señores de Libros del asteroide, gracias por darnos a conocer ese autor, pero no nos dejen con la miel en los labios y publiquen alguna cosa más.

El libro narra las aventuras de varios componentes de una familia judía de origen ruso a través de tres guerras, y como he leído en una reseña no creo que se casualidad que se escribiera con el telón de fondo de la guerra del vietnam porque es un alegato contra la locura de las guerras.

Pero no esperen ningún panfleto antibélico; lo que prima es un humor satírico que en ocasiones se mete de lleno en el surrealismo, con sucesiones de anécdotas muy divertidas y un lenguaje muy cuidado.

Me encantó. Más reseñas aquí: Mi abuelo llegó esquiando, Daniel Katz , Mi abuelo llegó esquiando – Daniel Katz y Mi abuelo llegó esquiando, de Daniel Katz .

Calificación: Muy bueno.

Extracto:
Entonces debería haberme dado cuenta de que había algo extraño y sospechoso en aquel hombre, porque ni los ostiacos, ni los mari, ni los komi, ni ningún otro pueblo siberiano habrían dicho jamás que su esposa estaba muerta si en realidad estaba viva.
—Pero tú le pediste que lo dijera —dijo Benno, asombrado.
—Aunque así fuera —dijo Salman —, si le pides a un
vogul, por ejemplo, que diga «mi mujer está muerta», él dirá con toda seguridad: «TU mujer está muerta», sobre todo si su mujer está viva. Eso lo sabe cualquier colegial. Los siberianos piensan de esta manera tan simple. No saben ser retorcidos. Por eso yo mantengo que son más felices que nosotros. Nosotros, los judíos, somos los maestros del retorcimiento y las nimiedades; ¡fíjate solo en el Talmud! Por eso no sabemos comportarnos con naturalidad con las vacas ni con las mujeres. No somos capaces de mirar a una vaca con la serenidad con la que ella nos mira a nosotros, ya que nos acordamos de inmediato de lo que dijo el rabí Akiva de las vacas y de cómo, más tarde, otro rabí de Berdichev interpretó aquellos juicios, y de la relación entre la vaca y la divinidad. Y, más o menos, esa es la actitud con la que nos relacionamos con las mujeres. Esto es lo que me dijo Yekaterina, que había conocido varios judíos en su vida. Lo cierto es que la mayoría eran estudiantes universitarios y revolucionarios que, en general, pensaban demasiado y por eso habían acabado en Siberia. Yekaterina me enseñó a tratar a las mujeres como a seres humanos.


La abuela Wera esperaba junto a la ventana. Miraba obstinadamente hacia la carretera, contemplando la puesta del sol por el golfo de Botnia, entre Finlandia y Suecia. No pensaba en nada; estaba concentrada en la espera. Comenzó a tararear una canción en yidis que creía haberle oído de niña a su madre o a alguna otra persona, pero que en realidad debía de haberse inventado ella. Era una canción de cuna en la que mandaban a un niño a la cama y lo consolaban diciéndole que su padre volvería del frente apoyado en un nuevo amigo, porque se ha quedado ciego. El nuevo amigo tenía los dientes muy blancos y no era otro que Malach Hamavet, el ángel de la muerte…
Todas las nanas de la abuela Wera eran lastimeras, algunas incluso macabras. La de pesadillas que habré tenido por culpa de aquellas nanas que me cantaba con su voz clara y aflautada. Lloré muchas veces por culpa de los tres tristes lobos que, por supuesto, siempre acababan mal. Uno era ciego, otro sordo (y mudo) y el tercero era ciego, sordo y, además, cojo. Famélicos, iban por un camino sin que nadie se apiadara de ellos. Entonces el ciego y el sordo decidían comerse al que era ciego, sordo y cojo, porque no se les ocurría otra solución. Se lo zampaban y seguían su camino, aún hambrientos. Entonces el sordo se abalanzaba sobre el lomo del ciego, se lo comía y seguía su camino, hambriento. No había avanzado demasiado cuando le alcanzaba la bala de un cazador, porque al ser sordo, no había oído el ruido de los disparos de la escopeta, y su olfato ya no era gran cosa…

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