Chinua Achebe. Todo se desmorona.

febrero 27, 2019

Chinua Achebe, Todo se desmorona
Debolsillo, 2012. 207 páginas.
Tit. Or. Thing fall apart. Trad. José Manuel Álvarez Flórez.

Okonkwo es un gran guerrero, trabajador y hombre de rango en su pueblo. En buena parte para luchar contra la fama de su padre, vago y cobarde. Iremos viendo su vida en la aldea, asistimos a sus ataques de furia y vemos como no tiene cabida en el nuevo mundo que se perfila con la entrada el hombre blanco y sus misiones.

Me ha encantado el retrato de esa sociedad africana, alejada de la civilización y sin embargo ¡tan reconocible! Algunas cosas parecen exóticas, claro está, pero otras, del día a día, me parecía estar en mi infancia en un pueblo de España, con su sociedad patriarcal donde las mujeres están a las órdenes de los maridos, donde el estatus es tan importante (tener los banquetes más grandes, por ejemplo) y las habladurías de pueblo, las exageraciones e incluso los milagros, porque si en este libro los chamanes hablan con los dioses en los pueblos tenemos a nuestros curanderos. Me ha resultado tan familiar que me confirma lo que pienso siempre: que el ser humano es igual en todas partes.

Respecto al libro en sí, maravilloso. Sólo por la escena en la que se llevan al niño de otro poblado al bosque ya merece la pena. Escena crudísima y tan triste y a la vez tan real que todavía me pone la piel de gallina.

Todo un hallazgo. Muy recomendable.

Las mujeres habían ido al campo a recoger leña, y los niños pequeños a visitar a sus compañeros de juegos de los recintos vecinos. El harmatán estaba en el aire y parecía destilar una sensación nebulosa de sueño sobre el mundo. Okonkwo y los chicos trabajaban en un silencio absoluto, que no se interrumpía más que cuando se añadía al muro otra rama de palmera o cuando una afanosa gallina removía hojas secas en su búsqueda incesante de alimento.
Y entonces, de un modo completamente súbito, cayó una sombra sobre el mundo y el sol pareció ocultarse tras una gruesa nube. Okonkwo levantó la vista de su trabajo y se preguntó si iría a llover en una época tan impropia del año. Pero casi inmediatamente brotó un grito de alegría en todas partes, y Umuofia, que se había adormilado en la niebla del mediodía, despertó a la vida y a la actividad.
«Están bajando las langostas», canturreaban alegremente en todas partes, y hombres, mujeres y niños dejaron su trabajo o sus juegos y corrieron a ver aquel espectáculo insólito. Hacía muchos, muchísimos años que no venían las langostas, y solo las habían visto antes los más viejos.
Al principio apareció una bandada bastante pequeña. Eran los emisarios enviados a explorar el terreno. Y luego apareció en el horizonte una masa que se movía despacio como una nube negra de una extensión ilimitada avanzando hacia Umuofia. Pronto cubrió la mitad del cielo, y se vio entonces que aquella masa sólida estaba salpicada de ojos diminutos de luz como polvo estelar resplandeciente. Era un espectáculo sobrecogedor, lleno de belleza y de poder.
Todos se habían puesto en movimiento, hablaban emocionados y rezaban pidiendo que las langostas acamparan en Umuofia aquella noche. Pues aunque hacía muchos años que no habían visitado Umuofia, todo el mundo sabía por instinto que eran muy buenas para comer. Y por fin descendieron. Se posaron en todos los árboles y en todas las hojas de hierba: se posaron en los tejados y cubrieron las zonas despejadas. Se rompieron bajo su peso gruesas ramas de árboles y todo el campo adquirió el color marrón terroso de aquel enjambre inmenso y voraz.
Muchos salieron con cestos a intentar cogerlas, pero los ancianos aconsejaron paciencia hasta la caída de la noche. Y tenían razón. Las langostas se posaron en la maleza a pasar la noche y se les mojaron las alas con el rocío. Entonces todo Umuofia salió a pesar del frío harmatán, y todos llenaron sacos y ollas de langostas. A la mañana siguiente las asaron en cazuelas de barro y luego las pusieron a secar al sol extendidas hasta que quedaron secas y crujientes. Y durante varios días se comió este alimento exótico con aceite de palma crudo.
Okonkwo estaba sentado en su obi masticando feliz con Ikemefuna y Nwoye y bebiendo copiosamente vino de palma, cuando entró Ogbuefi Ezeudu. Ezeudu era el hombre más viejo de aquel sector de Umuofia. Había sido en sus tiempos un gran guerrero que no conocía el miedo y se le respetaba mucho en todo el clan. No quiso participar de la comida, y dijo a Okonkwo que quería hablar un momento con él fuera. Así que salieron los dos, el viejo apoyándose en el bastón. En cuanto estuvieron donde ya no les podían oír, le dijo a Okonkwo:
—Ese chico te llama padre. No participes en su muerte.
Okonkwo se quedó sorprendido, y cuando estaba a punto de decir algo, el viejo continuó:


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