Bruce Sterling, Mirrorshades, una antología ciberpunk.

febrero 24, 2009

Ediciones Siruela, 1998. 314 páginas.
Tit. Or. Mirrorshades: the cyberpunk anthology. Trad. Andoni Alonso e Iñaki Arzoz.

Bruce Sterling, Mirrorshades
Gafas de espejo

Soy amante del Punk y del Ciberpunk, aunque sean dos cosas que no tienen nada que ver. Mirrorshades es una antología mítica del género escrita en 1986 y que he leído veinte años después. Contiene los siguientes relatos:

El Continuo De Gernsback. William Gibson.
Ojos De Serpiente. Tom Maddox.
Rock On. Pat Cadigan.
Cuentos De Houdini. Rudy Rucker.
Los Chicos De La Calle 400. Marc Laidlaw.
Solsticio. James Patrick Kelly.
Petra. Greg Bear.
Hasta Que Nos Despierten Voces Humanas. Lewis Shiner.
Zona Libre. John Shirley.
Stone Vive. Paul Di Filippo.
Estrella Roja, Órbita Invernal. Bruce Sterling Y William Gibson.
Mozart Con Gafas De Espejo. Bruce Sterling Y Lewis Shiner.

Leer antologías punteras con decadas de retraso no ayuda mucho a evaluarlas objetivamente. Me pasó con Visiones peligrosas que no me lo parecieron tanto, y me ha pasado con esta antología. Hay relatos bastante flojos.

Pero otros -algunos de los cuales ya había leído en otras antologías- son soberbios. , donde un fotógrafo es capaz de ver un futuro dónde las ciudades de las portadas de las revistas de ciencia ficción de los años veinte se han hecho realidad, es poesía pura. Además de una interesante reflexión. El surrealismo delirante de Petra sigue teniendo su fuerza veinte años después. Estrella Roja, Órbita Invernal es un anticipo en toda regla de la web 2.0, aunque ambientado en el espacio. Tierno, además. Mozart Con Gafas De Espejo da la vuelta a la imagen de los universos paralelos e incluye otra vuelta de tuerca más.

Los cinco o seis relatos magníficos salvan por completo el volumen entero. No es un clásico de la ciencia ficción por nada.


Extracto:[-]

Kihn peinó su pelo rubio con entradas y salió a ver lo que Ellos habían tenido que decir últimamente en la frecuencia del radar; corrí las cortinas de mi habitación y me tumbé en la oscuridad con el aire acondicionado funcionando para seguir preocupándome. Todavía estaba en ello cuando me desperté. Kihn había dejado una nota en mi puerta; volaba hacia el norte en un avión chárter para comprobar un rumor acerca de la mutilación de ganado (los «mutis», los llamaba él, otra de sus especialidades periodísticas).

Me fui a comer, me duché, tomé una pastilla para adelgazar medio desmigada, que había estado dando tumbos por mi estuche de afeitado durante tres años, y me dirigí a Los Ángeles.

La velocidad limitaba mi visión al túnel formado por los focos delanteros de mi Toyota. El cuerpo podía conducir, me dije a mí mismo, mientras la mente aguantara. Aguantara y se apartara de la visión alterada por las anfetaminas y el cansancio de las ventanillas laterales, de la vegetación espectral y luminosa, que crece en el rabillo del ojo de la mente a lo largo de las autopistas a media noche. Pero la mente tiene sus propias ideas, y la opinión de Kihn sobre lo que había pensado que era mi «visión» giraba interminable en mi cabeza en una corta órbita circular. Fantasmas semióticos. Fragmentos del Sueño de Masas, en torbellino tras la estela de mi ruta. De alguna forma, este bucle retroalimentado agravó el efecto de la píldora adelgazante, y la fugaz vegetación a lo largo de la carretera comenzó a tomar los colores de las imágenes infrarrojas de un satélite, mientras semillas fosforescentes se desprendían por el rebufo del Toyota. Me hice a un lado y una media docena de latas de cerveza me lanzaron un guiño de buenas noches cuando apagué las luces. Me pregunté qué hora sería en Londres, e intenté imaginarme a Dialta Downes tomándose el desayuno, entre figurillas aerodinámicas de cromo y libros sobre cultura americana.
Las noches del desierto, en ese país, son enormes. La luna está más cerca. La miré durante un buen rato, y decidí que Kihn estaba en lo cierto. Lo principal era no preocuparse. A diario, por todo el continente, gente mucho más normal que lo que yo nunca he aspirado a ser veía pájaros gigantescos, yetis, refinerías de petróleo volantes… Eso era lo que le daba trabajo y dinero a Kihn. ¿Por qué debía estar molesto por un fragmento de la imaginación pop de los treinta que andaba suelto sobre Bolinas? Decidí ir a dormir con nada peor de qué preocuparme que las serpientes de cascabel y los hippies caníbales, a salvo entre la basura de la cuneta de mi propio «continuo» familiar. Por la mañana bajaría a Nogales y fotografiaría los viejos burdeles, algo que había querido hacer durante años. La píldora de adelgazamiento había dejado de dar guerra.

Una luz me despertó, y luego lo hicieron las voces.

La luz venía de algún lugar detrás de mí y arrojaba sombras saltarinas dentro del coche. Las voces eran serenas, impersonales, un hombre y una mujer enzarzados en una conversación.
Mi cuello estaba rígido y sentía los globos oculares rozar contra las cuencas. Una pierna se me había dormido apretada contra el volante. Palpé en el bolsillo de mi camisa de faena buscando las gafas hasta que finalmente las encontré.

Luego miré hacia atrás y vi la ciudad.

Los libros de los años treinta estaban en el maletero; en uno de ellos había bocetos de una ciudad idealizada inspirada en Metrópolis y Things to Come, pero lo mostraban todo ascendiendo hacia unas perfectas nubes de arquitecto, además de puertos para zepelines y agujas de delirante neón. Esa ciudad era un modelo a escala de la que tenía a mis espaldas. Un chapitel sucedía a otro como en los escalones de un resplandeciente zigurat, subiendo hasta la torre central de un templo dorado que estaba rodeado por los locos anillos de radiador de las gasolineras de Mongo. Se podía ocultar el Empire State Building en la más pequeña de esas torres. Carreteras de cristal se elevaban entre las agujas, atravesadas y vueltas a atravesar por suaves formas plateadas, como gotas de mercurio derramándose. El aire estaba abarrotado de naves, gigantescas alas voladoras, minúsculos objetos plateados en forma de flecha (en ocasiones, una de esas rápidas formas plateadas se elevaba grácilmente en el aire, desde los puentes celestes, y volaba hacia arriba para unirse al baile), aeróstatos de una milla de longitud, cosas en forma de libélula que parecían autogiros…

Cerré los ojos con fuerza y me di la vuelta en el asiento. Cuando los abrí, me esforcé en ver el cuentakilómetros, el blanco polvo de la carretera en la guantera de plástico negro, el desbordado cenicero. Los cerré.

5 comentarios

  • parmenides febrero 24, 2009en8:34 pm

    libro en pdf, por si a alguien le interesa

    http://www.portalcoquimbo.cl/descargas/ciberpunk.pdf

  • LetrasNegras febrero 25, 2009en12:57 pm

    Muy interesante, el cyberpunk siempre le hace cosas raras a mi cerebro, así que lo buscaré en la biblioteca.

  • Palimp febrero 25, 2009en8:01 pm

    ¡Gracias por el enlace!

    LetrasNegras, creo que te gustará.

  • Oscar mayo 24, 2009en11:30 am

    Parmenides, muchas gracias por el link.

  • danza vientre diciembre 25, 2009en8:49 pm

    Luego de pasar casi 2 horas chequeando tu blog, tengo que decir que me ha encantado, a veces me ha dado error al entrar en la pagina, pero debe ser un problema de mi conexion. Sigue adelante ya tienes un fan. danza arabe

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