Antonio Skármeta. Ardiente paciencia.

enero 15, 2018

Antonio Skármeta, Ardiente paciencia
Penguim Random House, 1998. 140 páginas.

En la veintena estaba yo cuando fui al cine a ver El cartero y Pablo Neruda, que motivó la escritura de algunos poemas hoy afortunadamente perdidos dedicados a mi chica de entonces. Veinte años después me tomo la molestia de ir a las fuentes. Lo pensé en su momento pero como pueden ver me tomo las cosas con calma.

Mario empieza a trabajar de cartero en Isla Negra, con prácticamente un único cliente: Pablo Neruda. La cercanía del poeta y el descubrimiento del amor que abrasa le lanzarán a la osadía de pedir consejo al gran Pablo para que le ayude a conquistar a la muchacha.

Ternura, pasión, amor a las palabras y a las buenas gentes, trasfondo de los caciquiles comportamientos de entonces y la represión tras el golpe de estado… todo cabe en esta obra que, pese al falso prólogo, encierra más literatura de lo que parece.

Lo que digo siempre: cuando un libro me hace reír y llorar no puedo dejar de recomendarlo. Muy bueno.

—¿Y qué hiciste entonces?
—Me quedé callada.
—¿Y él?
—¿Qué más me dijo?
—No, mijita. ¡Qué más le hizo! Porque su cartero además de boca ha de tener manos.
—No me tocó en ningún momento. Dijo que estaba feliz de estar tendido junto a una joven pura, como a la orilla de un océano blanco.
—¿Y tú?
—Yo me quedé callada pensando.
—¿Y él?
—Me dijo que le gustaba cuando callaba porque estaba como ausente.
—¿Y tú?
—Yo lo miré.
—¿Y él?
—El me miró también. Y después dejó de mirarme a los ojos y se estuvo un largo rato mirándome el pelo, sin decir nada, como si estuviera pensando. Y entonces me dijo: «me falta tiempo para celebrar tus cabellos, uno por uno debo contarlos y alabarlos».
La madre se puso de pie y cruzó delante de su pecho las palmas de las manos, horizontales como los filos de una guillotina.
—Mijita, no me cuente más. Estamos frente a un caso muy peligroso. Todos los hombres que primero tocan con la palabra, después llegan más lejos con las manos.
—¡Qué van a tener de malo las palabras! —dijo Beatriz abrazándose a la almohada.
—No hay peor droga que el bla-bla. Hace sentir a una mesonera de pueblo como una princesa veneciana. Y después, cuando viene el momento de la verdad, la vuelta a la realidad, te das cuenta de que las palabras son un cheque sin fondo. ¡Prefiero mil veces que un borracho te toque el culo en el bar, a que te digan que una sonrisa tuya vuela más alto que una mariposa!
—¡Se extiende como una mariposa! —saltó Beatriz.
—¡Que vuele o que se extienda da lo mismo! ¿Y sabes por qué? Porque detrás de las palabras no hay nada. Son luces de bengala que se deshacen en el aire.
—Las palabras que me dijo Mario no se han deshecho en el aire. Las sé de memoria y me gusta pensar en ellas cuando trabajo.
—Ya me di cuenta. Mañana haces tu maleta y te vas unos días donde tu tía en Santiago.
—No quiero.
—Tu opinión no me importa. Esto se puso grave.
—¡Qué tiene de grave que un cabro te hable! ¡A todas las chiquillas les pasa!
La madre hizo un nudo en su chal.
—Primero, que se nota a la legua que las cosas que te dice se las ha copiado a Neruda.
Beatriz dobló el cuello y miró la pared como si se tratara del horizonte.
—¡No, mamá! Me miraba y le salían palabras como pájaros de la boca.
—Como «pájaros de la boca». ¡Esa misma noche haces tu maleta y partes a Santiago! ¿Sabes cómo se llama cuando uno dice cosas de otro y lo oculta? ¡Plagio! Y tu Mario puede ir a dar a la cárcel por andarte diciendo… ¡metáforas! Yo misma voy a telefonear al poeta, y le voy a decir que el cartero le anda robando los versos.
—¡Cómo se le ocurre, ‘ñora, que don Pablo va a andar preocupándose de eso! Es candidato a la presidencia de la república, a lo mejor le dan el Premio Nobel, y usted le va a ir a conventillear por un par de metáforas.
La mujer se pasó el pulgar por la nariz igual que los boxeadores profesionales.
—«Un par de metáforas.» ¿Te has visto como estás?
Agarró a la chica de la oreja y la trajo hacia arriba, hasta que sus narices quedaron muy juntas.
—¡Mamá!
—Estás húmeda como una planta. Tienes una calentura, hija, que sólo se cura con dos medicinas. Las cachas o los viajes. —Soltó el lóbulo de la muchacha, extrajo la valija desde abajo del catre y la derramó sobre la colcha—. ¡Vaya haciendo su maleta!
—¡No pienso! ¡Me quedo!
—Mijita, los ríos arrastran piedras y las palabras embarazos. ¡La maletita!
—Yo sé cuidarme.
—¡Qué va a saber cuidarse usted! Así como la estoy viendo acabaría con el roce de una uña. Y acuérdese que yo leía a Neruda mucho antes que usted. No sabré yo que cuando los hombres se calientan, hasta el hígado se les pone poético.
—Neruda es una persona seria. ¡Va a ser presidente!
—Tratándose de ir a la cama no hay ninguna diferencia entre un presidente, un cura o un poeta comunista. ¿Sabes quién escribió «amo el amor de los marineros que besan y se van. Dejan una promesa, no vuelven nunca más»?
—¡Neruda!
—¡Claro, pu’, Neruda! ¿Y te quedas tan chicha fresca?
—¡Yo no armaría tanto escándalo por un beso!
—Por el beso no, pero el beso es la chispa que arma el incendio. Y aquí tienes otro verso de Neruda: «Amo el amor que se reparte, en besos, lecho y pan». O sea, mijita, hablando en plata, la cosa es hasta con desayuno en la cama.
—¡Mamá! .
—Y después su cartero le va a recitar el inmortal poema nerudiano que yo escribí en mi álbum, cuando tenía su misma edad, señorita: «Yo no lo quiero, amada, para que nada nos amarre, para que no nos una nada».
—Eso no lo entendí.
La madre fue armando con sus manos un imaginario globito que comenzaba a inflarse sobre su ombligo, alcanzaba su cenit a la altura del vientre, y declinaba al inicio de los muslos. Este fluido movimiento lo acompañó sincopando el verso en cada una de sus sílabas: «Yo-no-lo-quie-ro a-ma-da pa-ra que na-da nos a-ma-rre pa-ra que no nos u-na na-da».
Perpleja la chica terminó de seguir el turgente desplazamiento de los dedos de su madre y entonces, inspirada en la señal de viudez alrededor del anular de su mano, preguntó con la voz de un pajarito:
—¿El anillo?
La mujer había jurado no llorar más en su vida después de la muerte de su legítimo marido y padre de Beatriz, hasta que hubiera otro difunto tan querido en la familia. Mas esta vez, por lo menos una lágrima pugnó por saltarle de sus córneas.
—Sí, mijita. El anillo. Haga su maletita tranquilita, no más.
La muchacha mordió la almohada, y después, mostrando que esos dientes, aparte de seducir, podían deshilachar tanto telas como carnes, vociferó:
—¡Esto es ridículo! ¡Porque un hombre me dijo que la sonrisa me aleteaba en la cara como una mariposa, tengo que irme a Santiago!
—¡No sea pajarona! —reventó también la madre—. ¡Ahora tu sonrisa es una mariposa, pero mañana tus tetas van a ser dos palomas que quieren ser arrulladas, tus pezones van a ser dos jugosas frambuesas, tu lengua va a ser la tibia alfombra de los dioses, tu culo va a ser el velamen de un navío, y la cosa que ahora te humea entre las piernas va a ser el horno azabache donde se forja el erguido metal de la raza! ¡Buenas noches!

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