Antonio Ortuño. La vaga ambición.

octubre 8, 2018

Antonio Ortuño, La vaga ambición
Páginas de espuma, 2017. 120 páginas.

Incluye los siguientes relatos:

Un trago de aceite
El caballero de los espejos
Quinta temporada
Provocación repugnante
El príncipe con mil enemigos
La Batalla de Hastings

Protagonizados por un alter ego del autor, a excepción de Provocación repugnante en el que aparecen Mijail Bulgakov y Walter Benjamin. Un trago de aceite narra el secuestro de un niño por su padre y lo sucedido en la fiesta a la que lo lleva, y se hace hincapié en la labor del escritor como cronista de lo que debe ser contado. En El caballero de los espejos cuenta la venganza de una humillación infantil en la edad adulta. Quinta temporada convierte al protagonista en uno de los guionistas de una serie de éxito mundial, El príncipe con mil enemigos son las desventuras de un escritor de gira presentando libros y La batalla de Hastings los sinsabores de quien imparte un taller de escritura.

Se suele decir que hay un abuso de libros protagonizados por escritores, pero si el material es bueno, como en este caso, bienvenidos sean. Un libro que me enganchó desde la primera página.

Muy recomendable.

El abogado escuchó la retahila de espumarajos en el teléfono y supo que tenía que llamar a sus amigos del tribunal. Pero mi padre había elegido la fecha del secuestro con puntería: aquel viernes iniciaba el feriado de la Independencia patria, los tribunales habían cerrado a las dos y no volverían a abrir sino el martes. Saberlo no contribuyó a que mi madre se sosegara. En el departamento de mi padre no había nadie. De poco sirvió que mi madre rompiera las ventanas, todas, con el tacón del zapato. De nada, que marcara seiscientas veces al teléfono. Respondió una grabación que hablaba aún de pedidos de jugo.
Chápala puede que haya sido un pueblito agradable y pintoresco: a mí siempre me pareció huero, sin interés. El lago era grandote pero no majestuoso, los peces que extirpaban de sus aguas sabían a petróleo, el aire olía a fermentación. Mi padre dejó la camioneta en la plaza principal. Transbordamos a un taxi. El conductor despertó de la siesta del mediodía cuando ocupamos el asiento trasero. -Vamos a la Enramada.
Transitamos por la orilla izquierda del lago. Un cielo llano y pálido nos cubría. El hervor de la grava del camino se apagó cuando pasamos, tras un giro de volante, a una vereda escoltada por árboles colosales. Las ramas se agrupaban en los aires, formaban un túnel verde. En vez de las apretadas casitas del pueblo, se levantaban allí residencias
anchas y bajas, aderezadas con jardines babilonios y, cerca de la orilla del agua, también con embarcaderos oxidados. El hedor tenía más de vegetal que de pesquero. Seducía. Mi padre dio indicaciones dubitativas pero conseguimos dar con nuestro objetivo, una casa de ladrillo redonda, de dilatados ventanales, sitiada por prados. Quiso pagar con un billete de altísima denominación y, como el taxista permaneció quieto, sin amagar siquiera con tomarlo, perdió unos minutos en rebuscar moneditas hasta reunir lo
adeudado.
-¿Qué edad tienes? -preguntó, entre dientes, mientras caminábamos por el sendero hacia una puerta de madera con herrajes y una macetita de geranios colgantes en el centro.
-Ya casi los doce.
No dejaba de ser peculiar que preguntara algo así. Había un motivo: el divorcio se firmó cuando tenía yo dos años y, ante la falta del pago de la pensión, mi madre le prohibió verme. La proscripción comenzó a ser eludida cuando entré a la primaria. Mi padre se acostumbró a visitarme durante el recreo. Estacionaba su camioneta, platicábamos a través de la reja principal. A veces me daba unas monedas. Otras, regalos: un lapicero, una libreta. Una vez, en tiempo de helada, me obsequió una chamarra que me quedaba grande y que mi madre confiscó en cuanto aparecí por la casa. La partió en dos con un cuchillo. «No alcanza para la pensión», declaró al echar los restos al bote de la basura.

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