Andrew Crumey. El principio de D’Alembert.

noviembre 28, 2008

Siruela, 2003. 224 páginas.
Tit. Or. D’Alembert’s principle. A novel in three panels. Trad. José Luis López Muñoz.

Andrew Crumey, El principio de D'Alembert
La ecuación del universo

Con lo que me gustó Pfitz y Mobius Dick no sé cómo he tardado tanto tiempo en leer otro libro de este autor. Por suerte encontré este libro en la biblioteca de al lado de mi nuevo trabajo.

Como bien indica el subtítulo en inglés es una novela en tres partes completamente diferenciadas. En la primera vemos como la brillante mente de D’Alembert, brillante matemático y encicopledista obsesionado con encontrar una ecuación que describa perfectamente el universo. Pero su talento no le librará de enamorarse de la mujer equivocada. La segunda parte, titulada La cosmografía de Marcus Ferguson, narra la extraña historia de una persona que vive en un mundo aparentemente irreal mientras lee la descripción de unos viajes por el sistema solar. La tercera y última, los cuentos de Rreinnstadt, recupera al personaje Pfitz haciéndole compartir celda con un honesto ciudadano víctima de un malentendido.

El hilo que une las tres historias es sutil. En la primera vemos una confrontación entre la idea de D’Alembert de que una ecuación determinista gobierna el universo, frente a las ideas de un visitante de que es el azar quien tiene la última palabra. La segunda podría interpretarse como una novelización de la idea de los muchos mundos -algo que retomará en Mobius Dick– en la que se cuestiona la idea de realidad. La última viene a decirnos que en la literatura el autor es el que inventa la realidad y en este contexto ¿debemos pensar que el universo también se sustenta en las elecciones de alguien?

La sensación que me ha provocado es curiosa. Por un lado, me gusta menos que las otras dos que he leído de él. Por otro, me ha hecho pensar más una vez acabada la lectura. Con Crumey detrás de la prosa se esconden curiosas teorías.

Escuchando: Field Day for the Sundays. Wire.


Extracto:[-]

Saturno
No entiendo las cosas que me cuentan aquí, pero sí advierto que la sabiduría más excelsa que está al alcance de los seres humanos es para estas personas poco más que el saber de los perros. He procurado hablarles de nuestro arte, nuestra ciencia, nuestra cultura. Mostraron interés, pero no vieron nada notable en nuestras ideas. Nuestro arte y nuestra ciencia eran una estilización de nuestros instintos, nada más. Si un perro pudiera escribir una novela, consistiría en muchos ladridos y gruñidos y en muchos movimientos de rabo. ¿Nos interesaría el valor dramático de tales emociones? La galería de arte de los perros estaría llena de retratos de su especie, o de campos adecuados para correr por ellos; su música sería la orquestación de una sucesión de aullidos. ¿Nos interesaría cualquiera de esas cosas? La historia de los perros sería un relato de territorios reclamados y marcados de la manera con la que todos estamos familiarizados, y de peleas en callejones; sus héroes serían los luchadores con más éxito, los productores de mayor cantidad de orines. ¿Es ésa la historia que nos gustaría enseñar a nuestros hijos?

Los habitantes de este mundo tienen su arte propio, su ciencia y su cultura; pero nada de ello posee significado alguno para mí. Ven los logros de Shakespeare o de Newton como las habilidades del animal que pastorea las ovejas, o de otro que ha aprendido a abrir puertas. Si consiguen enseñarnos algo, será una hazaña comparable a la de lograr que un perro camine sobre las patas traseras. En el mejor de los casos, quizá lleguemos a parecer, en nuestros fieles intentos de seguir su senda sin entenderla, una cómica imitación de nuestros profesores.

En cuanto a que estos seres sean buenos o malos, liberales ilustrados o déspotas tiránicos, risueños o melancólicos, nada de todo ello me resulta claro. Los considero benévolos y parecen contentos, pero quizá sea una ilusión y sus almas alberguen angustias y frustraciones secretas que son para mí tan invisibles como las de un padre para su hijo de corta edad.

He recorrido grandes distancias, he visto muchas cosas y sólo he aprendido que no sé nada y que debo dudar de todo. ¿Por qué tendría que haber esperado que el universo fuera inteligible? Todos los mundos que he visitado contradicen a algún otro, toda realidad implica la imposibilidad de las demás alternativas. Quizá todo es falso y carece de consistencia, el universo mismo no existe excepto como reflejo deformado del alma polifacética que lo observa, y mi propia vida no ha sido más que una visión fugaz, una figura entrevista en la región mal definida entre imágenes sucesivas en una multiplicidad de reflejos

No hay comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.