Álvaro Cunqueiro. La bella del dragón.

marzo 9, 2018

Álvaro Cunqueiro, La bella del dragón
Tusquets, 1996. 204 páginas.

Cuando acabó la dictadura empezaron a surgir como setas publicaciones ‘picantes’. En dos semanarios de información general con algunos artículos eróticos, Bazaar y Primera Plana, estuvo colaborando Cunqueiro. No se escandalicen todavía, no estamos hablando de historias subidas de tono del genial gallego, sino de artículos que tratan temas tales como la cocina afrodisíaca, pasiones históricas, oficios curiosos y un largo etcétera.

Cunqueiro tiene una prosa tal que da igual de lo que hable, siempre es un placer leerlo. Si además hace alarde de una erudición sin par en temas tan variopintos, todavía mejor. He descubierto no sólo cuales son las comidas con más fama de afrodisíacas, sino los usos y costumbres de una época inocente en la que no se había descubierto el viagra.

Siempre es recomendable leer a Cunqueiro. Siempre.

Yo tengo que confesar que he comido tejón, y lo único que he notado es que es de difícil digestión, aun habiendo estado en adobo y al sereno dos o tres noches y estando correctamente asado. En toda Galicia en diversos pueblos y aldeas, hay un aficionado al tejón, que nosotros llamamos por-co teixo o teixudo. En León dicen tesudo, y quizás en otros lugares del norte de Castilla la Vieja. Quizá que somnoliento en la digestión no se ha acercado a mí ninguna muchacha diciendo que quería ser mi valentina, lo que me hubiera hecho avivar… Y ahora podemos tocar otra historia. Se creyó entre vikingos que el deseo de retornar a casa de los guerreros era tan grande, de ver el fuego del hogar suyo y acariciar a la mujer propia, que cuando se disponían al regreso o ya estaban en camino en sus ligeras naves, soñaban que se echaban con la esposa, y el sueño, de alguna manera, lo recibían ellas, y era un «sueño grande», en virtud del cual la mujer quedaba embarazada. Matrimonios que mientras estaban juntos marido y mujer no tenían descendencia, regresando el marido de una larga expedición, ella estaba embarazada justo un mes antes de que la nave del viquingo llegase a Islandia, a la playa, que los poetas de allá, en su coloreado lenguaje, llaman «el prado de la gaviota». Y todo a causa de un sueño. De un sueño que hacía hervir la sangre del guerrero, la sangre de un cuerpo bien nutrido de sangre de tejón. De tejón a las finas hierbas de Irlanda. (Que la mujer cediese a otro antes de que llegase el marido de su viaje, cuando la preñez ya no importaba, que desde el neolítico, como decía un historiador y médico amigo mío, siempre hubo sietemesinos, no creo que sea opinión a considerar. Yo me quedo con la acción genital del sueño, enviando espermatozoides sobre las olas, a favor del viento suroeste, que en las sagas siempre sopla en septiembre.)
La del tejón es la única carne de mamífero que tenga, sin más adobo, virtudes afrodisíacas y engendradoras, estas últimas en virtud de un sueño.


Como estas cosas de Sancho, Alfonso y Urraca nos interesan a los gallegos, porque en la herencia del padre Fernando nos tocó un rey, don García, el último rey de Galicia, de triste vida, prisionero, y muerte solitaria, yo había, en tiempos, llegado a abocetar una pieza teatral, en la que salían muy por lo vivo tanto la pasión de Urraca por su hermano —permítanme recordarle con Diógenes que «el incesto, en realidad, carece de importancia»—, como la reducción de Bellido Dolfos por Urraca para que le sacase de delante a aquel incordiante de Sancho, que venía a incordiar cercando su Zamora e impidiéndole las largas horas silenciosas que dedicaba a ensoñar. Por ejemplo, Urraca está sola en su torre, y habla consigo misma:
Quiero ponerle Zamora en un dedo a uno que ame, como si fuese un anillo de oro. A uno que amase, que amo. Pero, ¿amo a alguien? No me lo digo, no me lo quiero decir, y sin embargo, debo decírmelo, debo tener la fuerza de decírmelo. Todo lo que hilo y tejo en mis pensamientos, en esta hora de guerra, en esta hora en la que me pueden violar, es por amor, por un amor que no digo, que no se puede decir… Desde que tenía tres años no lo había vuelto a ver. Entró, vestido de sedas. Alfonso, mi Alfonso. Se quedó en la puerta, levantando la cortina, mirando para mí. Me contempló despacio, y su mirada parece que tenía manos. La mirada se detenía en mi cuello, daba una vuelta alrededor de mis pechos, como si bailase rodeándolos. La mirada me cogió por la cintura, y bajó por mi vientre y mis piernas, despacio, despacito, vagando, como quien va buscando el sol por una alameda. Y de repente se vino hacia mí, me abrazó, me besó en la boca, y rio.
—¡Nunca pensé que tuviese una hermana tan galana! —dijo.
Pero, hubo un momento en el que para él yo no fui su hermana. Y nunca llego a estar segura de si me besó en la boca o no, si ese beso fue verdad o solamente un loco deseo mío. De su mirada venía el mismo calor que sale de la boca de un horno. Me confieso: yo cedí a aquel calor, me di a él. Entraron soldados, daba órdenes, pedía carne, pan, vino, y yo sentada aquí, como ahora, soñando bodas, sintiéndome preñada en aquel solo abrazo… ¡Locuras, diréis, de una niña encerrada en una torre!


Esta prohibición deuteronómica leída por los puritanos ingleses en los días elisabethianos, en los días de Shakespeare, impuso que no salieran mujeres a escena en los teatros de allá. «Nosotros no somos como los franceses y españoles, que llevan putas a escena para representar los papeles de grandes reinas y virtuosas damas.» Así, cuando Shakespeare estrena Romeo y Julieta, o El moro de Venecia, o Hamlet, los papeles de Julieta, Desdémona y Ofelia, los encarnaban pintarrajeados muchachitos de fina voz, con pechos postizos y pelucas, muy bien travestidos.
Pero, en la erótica jázara, parece ser que era de regla que el encuentro nupcial, y por razones de protección contra los espíritus malos, se verificase yendo a la cama la mujer vestida de hombre y el hombre vestido de mujer. Supongo que las razones de protección contra los espíritus malignos serían las mismas que llevaron a los pueblos indoeuropeos a practicar la llamada covada, y que consiste en que mientras la mujer pare silenciosa en la cama, en un rincón oscuro de la casa, en otra cama, iluminada, el marido, desnudo, se queja con los dolores del parto. Entran los espíritus dañinos y hoscos, y se van a la cama del marido, queriendo penetrar en la criatura que nace, o hacerse con ella. Y se van despechados porque no encuentran tal niño. (La covada ha ido desapareciendo, pero hay sospechas de que no del todo, en ciertos lugares de Europa, en Francia en el país de Langres, por ejemplo, y en Galicia, en la alta montaña, aunque procuren ocultar que la practican. Al marido se le pega para que se queje bien.) Pues bien, entre jázaros, los demonios que acudían al lugar donde se anunciaba boda pretendían apoderarse de la mujer, pero levantándole las faldas a ésta se encontraban con los genitales masculinos, y huían espantados… Quizás haya algún recuerdo del demonio Asmodeo matándole los maridos a Sara, hija de Raquel, en la noche de bodas.


Esto viene en una canción que han estudiado los eruditos y de la que ha dado una versión, y aclarado los puntos oscuros, el maestro Martín de Riquer en el capítulo dedicado a Guillermo de Poitiers de su monumental obra Los trovadores. Nos dice el propio Guillermo que salió de peregrino «con esclavina» y se encontró con la mujer de Garí y con la de Bernart. Una de ellas le dijo en latín:
—Dios os guarde, ¡don peregrino! Me parecéis de buena condición, pero muchas veces vemos andar por el mundo gente necia.
El conde no contestó ni fu ni fa, sino que balbuceó algo así como babariol, babariol, babarián.
Entonces Inés le dijo a Ermesinda:
—Hermana, ya hallamos lo que andábamos buscando. Démosle albergue, que es mudo, y lo que hagamos nunca será divulgado por él.
Lo metieron en casa, lo sentaron a que se calentase al amor del fuego, le dieron capón a comer, el pan era blanco, el vino bueno, y la pimienta abundante. Pero las hermanas quisieron asegurarse. El peregrino se desnudó, y las dos hermanas le echaron sobre la espalda un gato que tenían, enorme y de largas uñas. El gato arañó fuerte, pero el mudo no dijo oste ni moste. Con lo cual las hermanas, convencidas de la mudez del viajero, se dispusieron, dice la canción «para el baño y para el placer». Ocho días duró la juerga. El conde de Poitiers comentará:
Tant las fotet com auzirets: cent et quatre-vinz et ueit vetz…
¡Mucho fue! Y además pescó una enfermedad…
Y si los portugueses buscaban mudas, parece que pueda recomendarse a mujeres que tienen los maridos fuera —quizás iban en las Cruzadas—, y ya el cuerpo no les aguanta tanta falta de ejercicio carnal, que busquen un mudo. Creo recordar que hay un cuento de Francisco Ayala —a lo mejor me equivoco y el cuento es de otro— que, en una ciudad hispanoamericana, dos hermanas, queriendo catar varón, buscaron un bobo, el bobo del pueblo, el cual fue atraído y disfrutado. Aunque la cosa me parece que terminó muy mal.
No debía haber mudo a mano, y ellas no debían saber que en el coito, además de la potencia, es cosa buena una dosis de gentileza. Pero las mujeres no suelen pensar la cosa como es debido. Una historia que ya le hizo reír a Cervantes es la de la viuda que se llevó para su casa a un criado de unos frailes, con gran sorpresa y descontento del prior del convento, quien esperó a la dama y le dijo que por qué usaba aquel bruto fornido, habiendo en el convento tanto filósofo y teólogo de buena presencia. A lo que la viuda replicó, defendiendo a su chicarrón:
—Para lo que yo lo quiero, más filosofía y teología sabe que Aristóteles.
En fin, búsquense un mudo que aguante todo ensayo, las señoras damas ansiosas, y los caballeros búsquense una muda… Las hermanas de la canción de Guillermo, conde de Poitiers y duque de Aquitania, Ana y Ermesinda, serían blancas de piel y sabrosas, tibias del baño aromatizado con espliego. Y nos gustaría saber cómo eran los ejercicios venéreos, si a par o a tres, y si se escuchaba roncar, cerca del fuego, al terrible gato, lo que añadiría al jolgorio una punta de sadismo.

Un comentario

  • Sílvia marzo 9, 2018en1:47 pm

    Cunqueiro, uns dels millors.

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