Alejo Carpentier. La consagración de la primavera.

junio 20, 2012

Alejo Carpentier, Obras completas
RBA. 630 páginas.

Poco me queda ya para leer la obra completa de Carpentier, en esta ocasión una de sus novelas más largas y, por desgracia, no de las mejores.

Un cubano de buena familia y estudios de arquitectura se marcha a París y acaba peleando en la guerra civil española, batallón Abraham Lincoln. Conocerá a vera, bailarina rusa que con su familia ha vivido varios exilios y con la que acabará casándose. Un repaso a la hsitoria del siglo XX, desde la revolución bolchevique hasta la revolución cubana.

Estoy bastante de acuerdo con la opinión de esta reseña: LA CONSAGRACIÓN DE LA PRIMAVERA, DE ALEJO CARPENTIER. , lo mejor es la primer parte y a medida que avanza el libro se va haciendo más cuesta arriba su lectura. Tiene fragmentos muy buenos, y Carpentier, aunque no esté en su mejor momento, tiene calidad suficiente como para mantener el interés. Pero no está a la altura de sus mejores obras.

Quizás porque es un canto a la revolución cubana, y los panfletos no siempre llegan a alcanzar la categoría de arte. En fin, aunque a estas alturas del siglo XXI ya hemos conocido las miserias de la revolución cubana no puede dejar de emocionarme sus inicios, con la gente llena de esperanza en un mundo mejor, más libre e igualitario.

Calificación: No está mal, pero no empiecen a leer a Carpentier por esta obra.

Un día, un libro (293/365)

Extractos:
Pero están los del laissez-faire, los de «yo no tengo la culpa» que son una enorme mayoría. Si saben lo que ocurre tras de las alambradas, fingen que no lo saben. Y ya que las cosas son como son, y que ni tú ni yo vamos a cambiar nada, pues… ¡que viva la Pepa! como dicen los españoles». —«Pero, en fin: una rebelión del espíritu, de la sensibilidad, un instinto de solidaridad humana». El «catire» me miró de frente: «Oye: en mayo del 33, los nazis quemaron los libros de Freud en una de las tantas hogueras de la cultura que encendieron en Berlín. Y creo que hicieron bien, puesto que ya no se necesitaban libros de Freud, allí donde Hitler le había robado toda la clientela posible con un método mucho más sencillo y más económico que el psicoanálisis… Adolfo ocupaba, manu militan, el consultorio de Segismundo. Y para sacar energías de los inhibidos, de los frustrados, de los débiles; para librar de sus fantasmas y complejos a los «ninguneados» y humillados, a los amargados, los insatisfechos, los cornudos, los fetichistas, los sadomasoquistas, los maricones inconfesos, los obsesionados, los lumpen indecisos, los hambrientos de autoridad, los déspotas con las medias rotas, los Ávidos de Insignias y Mando, los aprendices-asesinos del Padre, no hay como el regalo de un par de botas, un cinturón de fuerte hebilla y un brazal rojo y negro. El derecho de aullar Sieg Heil! a todas horas del día vale por todo lo que pueda largar un paciente, a retazos, en larga y difícil catarsis del subconsciente. El día en que un olor a talabartería invadió el país, la partida fue ganada. Millones de corazones oscuros latieron a cuatro tiempos en compás de marcha militar; salieron garras a los borregos, se auparon los enanos, se hicieron feroces los serviles, las apetencias reprimidas se calzaron de cuero embetunado, y los homosexuales se enredaron en una maraña de correajes y de arreos militares que, al punto, se les hizo consentida y deleitosa prisión. Cantando el Horst Wessel Lied y autorizado a proclamarse Hombre de Pura Sangre y representante de una Raza Electa, cualquier mierda se encasquetó un yelmo de Caballero Teutónico para instaurar un Reinado de Mil Años (siempre 1000, el viejo milenarismo que nunca se contenta con un lapso de uno, dos, tres siglos —y ya sería bastante— sino que necesita de tres ceros para afirmarse en número redondo). El vencedor del buen Segismundo exaltó los valores de la brutalidad, de la suficiencia, del desprecio a las categorías intelectuales, para quienes el mundo intelectual y filosófico resultaba ajeno por inaccesible. ¡Al carajo las categorías kantianas! ¡Al carajo la lógica de Hegel! Ahora, cualquier vendedor de aspiradoras eléctricas o de pólizas de seguro, cualquier cultivador de ruibarbo (¿ignorabas que el ruibarbo, por ser alemán, es superior a los mejores limones del mundo? ¡entérate por nuestra prensa!), cualquier fabricante de llaveros o broches con la efigie de Hitler (y existe, de esto, toda una industria como la que explota la mitología wagneriana en Bayreuth), se ve como el «junco pensante» de Pascal; en todo caso, un Superhombre ventajosamente desplazado del plano de Nietzsche al plano de Mein Kampf»… Tras de la torrencial tirada, el «catire» había quedado sin resuello. Y era yo, ahora, quien oficiaba de Abogado del Diablo: «La gente que tú me pintas parece sacada de un enorme esperpento de Valle-Inclán. Pero los noticieros cinematográficos nos muestran algo muy distinto. Porque no sólo con gente esperpéntica se llenan los estadios inmensos donde el Führer congrega a sus adeptos. Allí hay hermosas muchachas, vigorosos jóvenes, recios padres de familia —y hasta muy sólidos discípulos de Hei-degger. Esto, por no hablar de los magníficos músicos, de los prestigiosos directores de orquesta, que se han sumado a las grandes bandas militares del régimen». —«Eso, eso es lo terrible: la gente saludable, la gente inteligente, que está marcando el paso. Porque ésos no van engañados. No. Todos han leído Mein Kampf. Todos han escuchado y analizado los discursos de Hitler. Y han escogido. Eso es lo tremendo: han escogido. Han optado por la violencia, la arbitrariedad, la ley del más fuerte, formando bárbaros escuadrones destinados a la quema de libros, la destrucción de partituras, la expurgación de museos y bibliotecas. Ley de la tea, del hacha y de la cachiporra. Y con ello, esos fuertes, esos orgullosos, han empezado a desempeñar su papel de Electos, de Egregios, a tenor de lo publicado por Rosenberg, el pensador, el filósofo, el racista integral, el máximo ideólogo del sistema con la sorprendente particularidad de que él, Rosenberg, es ruso de nacimiento y que sus teorías se alimentan del francés Gobineau y del Charri-berlain yerno de Wagner, inglés de pura cepa que sólo se hizo ciudadano alemán a la edad de sesenta y tantos años…».


—«Lo que necesitas ahora es un amante» —me decía Olga. —«Un hombre» —decía Liuba, más expedita. —«Tal vez. Pero de lo que pueden estar seguras es que, esta vez, no me acostaré con un intelectual.. Buscaré un deportista, un estibador, o un hombre de negocios, como creo que hizo la viuda de Mozart. Alguien que piense lo menos posible». —«Lo malo» —decía Liuba, siempre suelta en el hablar— «es que, entre agarrada y agarrada, hay que hablar de algo». Olga, más recatada en la expresión de conceptos que tal vez fueran los mismos, se iba por caminos menos directos: «Tú eres de las mujeres que se entregan muy fácilmente en hipótesis. Total: (ahuecando la voz) eso es tan normal como comer o dormir. Pero a la hora de ir a la cama, le tienen pavor a la cama». —«Es que, con la cama se sabe siempre cómo se empieza; lo que no se sabe es cómo se va a acabar. Una cama es cosa de cuatro patas y una almohada… pero ¡caray!… lo que puede salir de eso…»

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